Los mercados de capitales parecen desestimar las posibilidades del aterrizaje suave que han prometido los gobernadores de los principales bancos centrales del mundo. El sentimiento en ellos es que las economías se dirigen a una recesión quizá inevitable y que no se sabe si será corta, pero dolorosa, o larga pero leve o, mucho peor, larga y dolorosa. El sentimiento negativo explica la aceleración en las correcciones de precios de todo tipo de activos y bienes bursátiles. El problema es que el fondo de la corrección está todavía lejos a pesar de las caídas en lo que va del año.
Las bolsas de valores han retrocedido de manera importante durante 2020 con caídas mayores de 20% en Estados Unidos (30% para las tecnológicas) y en Europa, con incrementos significativos en el diferencial de tasas de interés de bonos corporativos en Estados Unidos con respecto a los bonos de su Tesoro de hasta 200 puntos base para los de mayor riesgo y, en las últimas cuatro semanas, reducciones importantes en los precios de materias primas, incluidos granos, cárnicos, metales y energéticos. Al mismo tiempo, se ha observado un fortalecimiento del dólar en relación con casi todas las monedas, pero en especial con respecto al yen japonés, caída de 20% en 2022; la corona sueca, 17%; la libra esterlina, 14%; el won coreano, 13% y el euro, 12%. Se salvan en los primeros seis meses del año, relativamente, el peso mexicano con una devaluación con respecto al dólar de 1.8%; el franco suizo 3.2%; el yuan chino con 3.6% y el dólar canadiense con 3.9%. El rublo ruso se ha apreciado 36% en un contexto en el que la mayoría de las transacciones con esa moneda están desterradas de los sistemas financieros profundos.
El castigo a los mercados accionarios y de materias primas refleja en buena medida tanto la expectativa de una desaceleración o recesión futura, como el posible fin de la liquidez excesiva que reviente la burbuja que infla los altos precios. La corrección en acciones y bonos corporativos y soberanos antecede a la reciente de materias primas y responde a que el incremento de tasas de interés sanciona a todos los activos que prometen ingresos futuros en el largo plazo. Esto comprende todo el conjunto de acciones tecnológicas, incluidos unicornios, que generan expectativas de dividendos en varios años, pero flujos muy modestos en el corto plazo, así como a todos los bonos con vencimientos lejanos. En este contexto, las empresas y proyectos que producen flujos netos positivos actualmente, y no sólo promesas de algún día generarlos, como muchas del ámbito digital, tales como las tradicionales de bienes de consumo y aquéllas con altos flujos de caja, servirán como refugio para minimizar las correcciones en precios.
La reciente caída en precios de materias primas podría llevar a pensar que el cambio en la dirección en la política monetaria ya está comenzando a tener un impacto en el comportamiento de los agentes económicos, y señalar que se puede empezar a vislumbrar una reducción en la tendencia creciente de la tasa de inflación. Efectivamente, el precio del gas natural por debajo de seis dólares por millón de BTUs, o del barril de petróleo de 100 dólares, o menores precios de maíz son una buena noticia ya que pueden reducir la presión para el incremento futuro de precios.
El problema es que estos movimientos en los precios parecieran confirmar que el origen de las presiones inflacionarias radica mucho más en el exceso de liquidez por parte de los bancos centrales y el impulso a la demanda agregada gracias a déficit públicos históricos en los últimos dos años. Si, como han insistido analistas, funcionarios públicos y banqueros centrales, el fenómeno inflacionario fuese mayoritariamente producto de la falta de oferta y de la invasión rusa a Ucrania, entonces no cabría esperar el comportamiento negativo reciente de los precios de materias primas, ya que la guerra continúa y la oferta no ha tenido suficiente espacio para expandirse de manera notable para todas ellas. De hecho, los menores precios desincentivarían la expansión de la oferta.
Es decir, la corrección en precios manifiesta la anticipación de los mercados de capitales de una futura reducción en la demanda necesaria para disminuir el combustible que alimenta la inflación, más que el inicio exitoso de ese proceso. La pregunta, en el fondo, está más bien relacionada con el tamaño y duración de la corrección en la demanda que se necesita.
Y la respuesta quizá dependa de si el desequilibrio macroeconómico pueda corregirse del lado de la política monetaria, o si la recuperación de la estabilidad también requerirá que se reestablezca la credibilidad en la sustentabilidad de las finanzas públicas.
Es importante recordar que los programas contracíclicos en el contexto del confinamiento por el Covid-19 implicaron incrementos radicales y sin precedentes en los déficit de un gran número de gobiernos y de niveles de endeudamiento que no se habían experimentado en décadas, y que los bancos centrales, a través de programas inéditos de relajamiento monetario y expansión de sus hojas de balance, financiaron gran parte de los faltantes de ingresos públicos.
El cambio en la política monetaria que apenas ahora empieza tiene dos componentes: el primero que recibe mucha más atención es el incremento en las tasas de interés que terminará siendo mayor al que se piensa, y pronostican hoy los mercados, con la tasa de 2.8% para el bono de diez años del gobierno de Estados Unidos. El segundo, no sólo detener el relajamiento monetario y la compra de bonos de largo plazo por parte de los bancos centrales, sino empezar a vender los que acumularon para así reducir sus hojas de balance.
La longitud y duración de la recesión dependerá entonces de la intersección entre el incremento de tasas de interés y la reversión del relajamiento monetario, con las dificultades de gobiernos sobreendeudados para sufragar el creciente costo del servicio de la deuda y colocar deuda cuando su principal cliente comprador esté ahora vendiendo.
Abróchense los cinturones.