Los próximos meses serán definitorios para el país tanto en términos sanitarios, como económicos y políticos. Los tres ámbitos están relacionados y se retroalimentan. A pesar de la retórica oficial, la expansión pandémica no ha sido domada y todavía falta tiempo para convergir a un número de contagios limitado. Sin pruebas suficientes, rastreo, uso de máscara y sana distancia, la cima de la curva ha resultado una prolongada meseta. El argumento de que las pruebas no aplanan la subida es doblemente falso: imposibilita el aislamiento de pacientes asintomáticos y, más grave aún, retrasa el tratamiento de personas infectadas, con consecuencias potencialmente fatales.
En el campo de la economía no se puede descartar una recaída potencial en los siguientes trimestres como consecuencia del daño infligido al tejido productivo e ingresos de familias y empresas durante el confinamiento y sin apoyos, además de la vulnerabilidad previa en términos de atractivo a la inversión y la endeble posición financiera del gobierno y sus empresas. En el contexto actual no hay una solución mágica. La mejor carta consistiría en subrayar el atractivo como destino de inversión nacional y extranjera y el posicionamiento como diversificador del riesgo chino que enfrentan las empresas internacionales de manufactura. Esto requeriría de un cambio significativo de retórica, de mejoras en logística de transporte, de un compromiso con la apertura para conseguir un mercado competitivo de energía, una apuesta a favor del cambio tecnológico y de un respeto por el marco jurídico y los compromisos de inversión.
En estas circunstancias el gobierno debiera estar abocado a atender la crisis sanitaria y a sentar las bases para la recuperación económica. Tiene ahora el gobierno la oportunidad de presentar un panorama distinto y más alentador con la publicación de su ya tercer programa cuando envíe al Congreso de la Unión los criterios de política económica, la propuesta de Ley de Ingresos y del Presupuesto de Egresos para 2021. Sin embargo, el énfasis parece estar en avanzar la agenda política; como si dedicar recursos al reto sanitario o trabajar para mejorar las perspectivas económicas distrajera el impulso de consolidación de la Cuarta Transformación.
No es la primera vez que el presidente Andrés Manuel López Obrador menciona que la Cuarta Transformación quedará debidamente consolidada en diciembre de este año. Lo ha vuelto a hacer esta semana. Ha reiterado en diversas ocasiones que los objetivos de los primeros dos años de su gobierno son martillar que éste es un cambio real, profundo y, lo más importante, volverlo irreversible. Al decirlo, parece justificar la estrategia de polarización que terminaría una vez con la transformación asentada y permanente. Una vez sin oposición a su proyecto. Esto implicaría desfondar a los adversarios, para hacer inviable una reversión electoral y arribar al estadio feliz del consenso universal.
La Cuarta Transformación sería entonces no a favor de la demanda de la sociedad de terminar con la relación onerosa de la clase política con la ciudadanía (por lo que votaron millones de mexicanos no sólo en 2018, también en 2000), sino que consistiría en la consolidación del poder para asegurar su permanencia, con poca o sin disidencia.
En esta visión, una vez la transformación consolidada ya no sería necesaria la polarización y se podrían empezar a tomar medidas para el crecimiento, pero sin grupos que pudiesen retar la supremacía del gobierno.
En el contexto de la crisis sanitaria-económica más profunda en décadas, el lujo de esperar tal consolidación puede resultar demasiado caro en términos económicos y electorales.
El primero en enfrentar una situación similar será Donald Trump. Aunque es todavía prematuro para predecir con confianza el resultado electoral en Estados Unidos, el punto importante para México será constatar si se incrementa la tasa de participación y un número relevante de electores sale a votar en contra del presidente en funciones como castigo por el manejo de Covid-19 y la crisis económica. El presidente Trump privilegia en esta campaña, como queda claro en la convención Republicana en curso, el trabajo con su base y la polarización como estrategia para ganar. No es imposible, aunque sí poco probable, que lo logre si el candidato Demócrata Joe Biden cae en la trampa polarizadora y abandona el centro del espectro político. El factor decisivo será la participación. Si es alta, los Republicanos perderán no sólo la Casa Blanca, sino también la mayoría del Senado.
En el caso de México es todavía más temprano para pronosticar resultados en la elección de junio de 2021. Lo que ya queda claro es que son prioritarias para López Obrador, a quien urge debilitar cualquier viso de oposición. Como en Estados Unidos, el resultado dependerá de la tasa de participación ciudadana. En general, las elecciones intermedias presentan una baja participación que favorece a los partidos con capacidad de movilización y cooptación. Ya se verá si el gobierno se convierte en un gran movilizador del voto o si opta por no influir en el proceso electoral como ha prometido tantas veces. Por supuesto, si la oposición ya no lo fuera, la necesidad de intervenir disminuiría. La gran pregunta es si los ciudadanos acudirán a las urnas con una alta participación no tanto a favor de un cierto proyecto, como en el caso de los Demócratas, sino en contra de Morena para equilibrar el resultado electoral. Con participación baja puede anticiparse que el partido en el poder consolide su presencia en el Congreso y que gane un número significativo de gobiernos municipales y estatales. La clave residirá en una alta participación de Querétaro hacia el norte y en el papel que juegue el PRI en el Estado de México, y la izquierda y la derecha en la capital.
De hecho, es más probable que la consolidación se pueda dar en junio de 2021 que este diciembre. El problema sería que un triunfo de Morena en la intermedia en el Congreso y muchos estados sería sólo el preludio del regreso del desplazado PRI, con otro nombre, al poder. La auténtica consolidación de una verdadera transformación sería muy distinta: cumplir con la promesa de campaña de propiciar elecciones realmente limpias, sin recursos desbordados ni “aportaciones” ilegales y, así, realmente empezar a divorciar los intereses económicos de los ciudadanos. Por fin, una elección sin videos e impredecible.