Uno de los principales obstáculos que ha tenido México para el crecimiento y desarrollo incluyentes, ha sido la naturaleza concesionaria de su organización política-económica durante décadas o siglos. Contrariamente a lo que con frecuencia se argumenta, no es sino hasta los últimos años que se empezaron a sentar las bases institucionales para transitar de una política económica basada en intereses a una de principios con aplicación general.
En los años cincuenta y sesenta se dieron condiciones externas (altas tasas de crecimiento de la posguerra) e internas (manejo escrupuloso de finanzas públicas y política monetaria, escasa producción petrolera y relativa apertura al comercio exterior, que se comenzó a revertir en 1964) que permitieron expansión y mejora del bienestar.
En los setenta se tomó la ominosa decisión de concentrar el poder presidencial al trasladar el manejo de la economía a Los Pinos, restringir de manera importante la apertura y construir un régimen de comercio exterior discrecional, y por tanto manipulable a favor de algunos y en contra del interés de la mayoría, y apostar por las empresas del Estado como motores del crecimiento. El descubrimiento de Cantarell reforzaría la noción de que el Estado era capaz de planear, conducir, coordinar y orientar la actividad económica nacional y asegurar su rectoría.
Esta concentración del poder y de las decisiones económicas era una muy mala idea entonces—se pagó un altísimo costo social, en términos de bienestar y de democracia e inclusión—y lo es aún más ahora. El objetivo de la concentración era político, por eso se pensaba posible subordinar la economía, pero terminó siendo un fracaso hasta en este renglón.
Poner en manos de una sola persona todas las decisiones importantes no era aconsejable hace medio siglo con una economía relativamente simple y poco conectada con el mundo exterior. Con la situación económica actual de un altísimo nivel de complejidad por la variedad, número, sofisticación y diversidad de actores, una integración comercial y de inversión en América del Norte más profunda e importante de lo que se piensa, múltiples ligas con el resto del mundo y la enorme diversificación de actores productivos y creativos a lo largo del país, tratar de regresar a un modelo en el que para todas las decisiones importantes se requiera el visto bueno de Palacio Nacional no tiene sentido, ni se va a poder conseguir.
Quizá el aspecto más positivo de la promesa de cambio de la Cuarta Transformación residía en su objetivo de zanjar una distancia definitiva entre el sector público y el privado. La intuición del Presidente en la materia era correcta: la excesiva cercanía con grupos de interés sólo puede llevar, al final del camino, a mayor corrupción y menor inclusión ya que los pequeños actores económicos van a carecer siempre del acceso que obtienen los grandes por su tamaño. Sin embargo, los primeros dos años de este gobierno han implicado un cambio en la dirección opuesta: como consecuencia de la centralización del poder, del debilitamiento de las instituciones autónomas y de varias decisiones simbólicas en el ámbito de la inversión (NAIM, cervecera en Mexicali y otras) se ha vuelto impensable, ya no se diga empezar, sino aun planear, un proyecto de gran envergadura sin el visto bueno presidencial. Exactamente al revés de lo que se prometía.
Si para abrir una mina, contemplar una gran planta para la producción de automóviles, invertir en una instalación química, mucho menos echar a andar un proyecto de generación eléctrica renovable o atreverse a explorar yacimientos de hidrocarburos, se debe esperar el aval Presidencial, se puede predecir con confianza tanto que la inversión será poca, como que la decisión de invertir tendrá un alto componente político.
El gran debate alrededor del mundo es si el capitalismo de Estado de China resultará superior, o ganador, con respecto al capitalismo de las democracias liberales, donde decidir es más complejo. No pocos analistas nostálgicos del control decisorio piensan que el éxito de las economías asiáticas es su verticalidad, la elaboración de planes y el gobierno de ingenieros sociales. Están equivocados: el éxito de Japón, luego Corea del Sur y ahora de China consiste en haber abandonado la centralización de las decisiones económicas y transitado a modelos empresariales que, aunque quizá puedan recibir subsidios y beneficiarse de altas tasas de ahorro, buscan soluciones para las necesidades y preferencias de los consumidores. El walkman y Alibabá no son producto de la planeación central. En todos estos países se da una fuerte competencia entre grupos empresariales, con mucha frecuencia más que en occidente, y las innovaciones que acaban teniendo éxito no surgen de oficinas públicas con dictadores benevolentes, sino de la búsqueda descentralizada de éxito en el mercado. El número de productores competitivos de automóviles en Japón es superior a los de Estados Unidos y Europa juntos; en China, hay más empresas exitosas de alta tecnología que en California.
La clave es reconocer que el crecimiento y la creación de riqueza para superar la pobreza dependen sobre todo de la generación y uso del conocimiento. Son las ideas, no tanto la acumulación de capital, ni el mayor esfuerzo laboral, las que generan la capacidad de crecer. Y las ideas florecen en un ambiente de libertad y de igualdad en el respeto a los demás; he aquí la ventaja competitiva de las democracias liberales. El éxito del mercado consiste en ser el mejor mecanismo para el procesamiento de grandes cantidades de información de manera descentralizada, a través de los precios relativos. La gran discusión filosófica entre Platón y Aristóteles era la misma: ¿es mejor que gobernantes filósofos decidan por los demás, o el uso de la razón desde el ámbito individual a través del intercambio de ideas, de bienes y servicios? ¿Esparta o Atenas?
En el caso de México se conoce con claridad la respuesta: el autoritarismo lleva a curvas en el periférico, a una economía de privilegios para algunos y no derechos para todos y sin innovación para el desarrollo.
Nadie como Juan Manuel Pérez Porrúa, fallecido tristemente la semana pasada, sabía de la importancia de la información y el conocimiento para el funcionamiento de la economía y del papel del mercado para generarla y procesarla. Johnny era posiblemente el mexicano mejor formado, de manera autodidáctica, por cierto, en las disciplinas técnicas de la Economía teórica, pero también en el profundo conocimiento de las estadísticas y su manipulación para mejor entender la realidad y en la práctica para la implementación de políticas económicas, sobre todo en el ámbito de las finanzas públicas y banca central, así como quien mejor entendimiento tenía de los mercados más bursátiles.
Aunque a algunos les pudiere parecer contradictorio en virtud de sus dotes tecnocráticas, pero más bien gracias a ellas, la columna vertebral de sus convicciones estaba en la férrea defensa de la libertad de cada persona en la tradición de Ludwig von Mises y de su tocayo, así le decía, Pico della Mirandola con quien concordaba en la centralidad del libre albedrío como la característica esencial del hombre y la mujer.
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