Falleció a finales de marzo, a sus 92 años, Hermann von Bertrab, después de una vida fecunda y generosa. De Tampico, Tamaulipas, Hermann fue al mismo tiempo intensamente mexicano y arraigadamente alemán. Solía afirmar que la gran fortaleza del pueblo teutón (pero a veces también su perdición) era ser sensiblemente romántico y profundamente racional a la vez. Es la intersección de estas dos características lo que le ha permitido alcanzar la excelencia, la producción de grandes obras de arte, en la música como expresión de la perfección, y generación de riqueza que lo distinguen. No es entonces sorpresa que Hermann, vanguardista de Frontera, fuera un racionalista romántico, un curioso inagotable para el descubrimiento de la verdad y un mentor y maestro peripatético de muchos mexicanos, sobre todo del Tecnológico de Monterrey y de la Universidad Iberoamericana.
Una vez ordenado sacerdote jesuita a principios de los sesenta, pidió al padre Arrupe la oportunidad de estudiar un nuevo doctorado (ya lo había hecho en Teología y Filosofía) pero ahora en Economía, en una de las universidades más prestigiosas y de inclinación técnica, el Massachusetts Institute of Teconology (MIT). Habiendo sido educado en la tradición trinitaria y las virtudes cardinales, incluida la caridad, exploraría ahora si el estudio de la generación de riqueza y valor económicos podrían ser un mecanismo para mejorar las condiciones de vida de las personas en el mundo terrenal. Seguramente le produjo un fuerte impacto el uso que sus nuevos profesores, varios de ellos futuros premio Nobel, hacían de modelos matemáticos para tratar de explicar el comportamiento del hombre y la sociedad, basados no en la caridad, sino en la maximización de la utilidad del consumidor por el lado de la demanda, y de las utilidades financieras de las empresas por el lado de la oferta. Por ello le interesó adentrarse en el entendimiento del sistema económico y argumentar, de manera racional, el poder liberador de la creación de riqueza y de la posibilidad, de origen romántico, de alcanzar el desarrollo incluyente, para todos.
Desde su primer día en MIT produjo un fuerte impacto en sus maestros, Samuelson, Modigliani y otros, cuando, vestido con alzacuello, un elegante joven rubio se presentó como tampiqueño, interesado en desentrañar los secretos de la economía y hacerse doctor en ella, a pesar de no contar con una formación en la materia, ni los conocimientos de estadística y matemáticas necesarios para lograrlo.
Una vez con el doctorado bajo el brazo se convirtió en maestro de Economía, en Monterrey y México, donde sería director de la facultad. Dejaría los hábitos impulsado por diferencias con autoridades eclesiásticas sobre el movimiento del 68 a favor de la libertad. Tuvo después una muy exitosa vida personal, y profesional como economista en el servicio público, el sector financiero, los mercados de capitales; como empresario y como constructor de instituciones, primero bursátiles, y luego como contribuyente al diseño, negociación y aprobación de la más importante de todas, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte.
Fue en este proceso en el que se conjugaban para él, de manera natural, racionalidad y romanticismo. Participó en cientos, si no miles, de reuniones para promover la revolucionaria idea de que México, Estados Unidos y Canadá se consideraran como socios en términos de igualdad. En una de ellas, que reunió, por vez primera, a los obispos católicos de los tres países en Washington, el contingente mexicano agradeció a Hermann su presentación sobre la importancia del Tratado, pero insistió que no veían ellos dónde quedaba el hombre en este tan importante proyecto. Él les explicó que el hecho de que Estados Unidos y Canadá trataran a México como igual por primera vez, con los mismos derechos y obligaciones, en un tratado simétrico, y la apertura a la que se comprometía el país que llevaría a los mexicanos a desarrollar la vocación para la que estaban llamados (forma alternativa de expresar el concepto económico de la ventaja comparativa), serían dignificadores y liberadores. Treinta años después, la integración comercial en América del Norte se ha consolidado, profundizado y convertido en una de las instituciones más valiosas para México y sus ciudadanos.
En su búsqueda por la verdad, Hermann fue también un prolífico escritor. Vale la pena mencionar tres de sus libros. En “Hacia la puerta”, de Castellanos Editores, cuenta sus años en la Compañía de Jesús; en “El redescubrimiento de América, historia del TLC”, del Fondo de Cultura Económica, da testimonio del primer esfuerzo democrático de México para convencer al congreso de Estados Unidos de aprobar el tratado; en “¿Y la religión para qué?”, de Editorial Porrúa, se interroga sobre la posibilidad liberadora de la religión.
En la búsqueda romántica para aspirar a un mundo, sobre todo un México, mejor, Hermann reflexiona sobre el uso de la razón, y su triunfo, como cimiento de la libertad. Por eso interpreta el efecto liberador de la transmigración en la tradición de los Veda en la India, condena el maniqueísmo neoplatónico que coarta libertad y responsabilidad y argumenta que “el uso del entendimiento independiente liberó a los hombres a preguntarse también sobre las condiciones que hicieran la vida de la sociedad más plena, más rica y más digna”. Es este efecto liberador lo que lo lleva a concebir la Economía no como una disciplina para entender por qué persisten tantos problemas, sino cómo se puede crear más riqueza para resolverlos.
Hermann coincide con Octavio Paz en que la tradición judeocristiana y el triunfo escolástico de la razón permiten la coexistencia pacífica de una mente independiente y secular junto con el espíritu religioso (razón y fe), mientras que, en el hinduismo y el mundo islámico, el florecimiento de la modernidad es más difícil al no haber podido desarrollar eslabones seculares con el pensamiento del pasado.
Lo más curioso es que la modernización aristotélica que deriva en la supremacía de la razón que establece Santo Tomás de Aquino en la Summa Theologica y la Summa Contra Gentiles se da gracias a pensadores musulmanes y traductores árabes y judíos de Córdoba y Toledo en la Edad Media. Y es el uso liberador de la razón de la Escolástica medieval, de Santo Tomás, lo que permite el nacimiento del espíritu del capitalismo, de la economía de mercado, al promover el entendimiento del papel de las ideas para resolver problemas prácticos de la sociedad y crear las condiciones para la generación de riqueza.
Todo ello con larga anticipación a la gran revolución económica en Escocia del siglo XVIII que cristalizó y globalizó esta forma de pensar. Este espíritu racional, pero también optimista (romántico), sobre las posibilidades de desarrollo se vio expresado antes por los grandes catedráticos de la Universidad de Salamanca, Suárez, Vázquez y Medina, acompañados por el economista Tomás de Mercado, formado en la ciudad de México, que escribe sobre la moralidad de los negocios en el XVI.
La formación multidisciplinaria de Hermann lo llevó a preguntarse y explorar estos temas, pero lo que más apreciaba era hacerlo al enseñar a y a aprender de los demás, mejor si era con jóvenes, y nunca saciar su curiosidad intelectual. Admiraba en Confucio haber sido maestro y filósofo de la vida cuyo propósito era “enseñar a gobernar”, sobre todo a través del ejemplo.
Hermann cita la definición de Confucio del hombre completo: “el que posee sabiduría, se libera de toda codicia, es valiente y bien formado, al tiempo que es cortés en su trato con los demás, sabe cómo llevar las ceremonias sociales y gubernamentales requeridas y tiene aprecio y conocimiento de la música”. Sin duda lo fue.