La Cuarta Transformación que propone Andrés Manuel López Obrador es hija del resultado electoral; sin la amplia mayoría, ni control de la cámara de Diputados y del Senado, el discurso de Palacio Nacional sería más reformista y menos polarizador.
El Presidente ha fijado claramente su agenda en la toma de posesión y en el primer aniversario: éste es un cambio radical y profundo, pero sobre todo irreversible en virtud de la concentración de poder y a la “derrota moral” de sus adversarios.
El margen del triunfo de 2018 refleja tres fenómenos: el primero la calidad de López Obrador como candidato y el arrastre con un amplio segmento de la población que se identifica con la aspiración de tener un gobierno que los represente y sea cercano. El segundo responde al sentimiento antiinstituciones y antiélites que impera en el mundo y lleva al rechazo de gobiernos en turno. La irresponsabilidad, arrogancia y corrupción del gobierno de Enrique Peña Nieto, y la ausencia de buenos cuadros gobernantes del PAN magnificaron este sentimiento y el voto en contra. El tercero, producto del diferencial de participación el día de la elección. De una manera simplificada, la participación de la gran Ciudad de México hacia el sur fue cercana a 70%, mientras que en el resto del país, centro y norte, a 50%.
Visto de esta manera, el apoyo y la popularidad a favor de AMLO y/o Morena son quizá menos sólidos de lo que se observa por medios, oposición desorganizada y ausencia de contrapesos al poder presidencial.
El proceso de desarrollo es muy complejo; son pocos los países que lo consiguen. Lo han hecho asiáticos que cambiaron culturalmente para buscar la excelencia y con altas tasas de ahorro (Japón, Corea del Sur); ciudades-estado islas de Estado de derecho y excelencia logística (Hong Kong, Singapur); países que importaron la democracia liberal, economía de mercado y solidaridad socialdemócrata de la Unión Europea (España, República Checa). A pesar de las diferencias, comparten tres características: economía de mercado con mayor o menor intensidad, Estado de derecho y voluntad de embarcarse en un proyecto común de desarrollo.
El desarrollo no puede conseguirse sólo adoptando políticas, infraestructura jurídica e instituciones adecuadas, si no se cuenta con la voluntad social para con él como condición sine qua non. Sin el consenso social, el costo de invertir para el desarrollo no es políticamente sostenible: implica tasas de ahorro e inversión mayores—posponer consumo, y/o atracción de inversión extranjera directa o deuda, lo que con frecuencia se interpreta como pérdida de soberanía, y una mejora sensible en la calidad de lo invertido, lo que implica cambios en la estructura de la economía que conllevan costos de transición significativos en regiones o sectores políticamente importantes.
Las violentas manifestaciones en Chile en las últimas semanas se han interpretado como un rechazo al neoliberalismo y al desarrollo. Como en el resto del mundo, existe un desencanto con las instituciones, gobiernos y con el costo de embarcarse en un proyecto de largo plazo que siente las bases para un futuro mejor. En el fondo, sin embargo, los movimientos sociales que se observan pueden ser interpretados como la sacudida necesaria para que la sociedad exprese su voluntad o rechazo al desarrollo.
Los chilenos decidirán, a través de este proceso traumático, si quieren continuar sobre la senda que los llevará a convertirse en un país desarrollado en una generación; no es claro cómo y cuándo termine esta sacudida. El llamado del presidente Sebastián Piñera a elaborar una nueva constitución puede ser criticado tácticamente, al haber un riesgo de que resulte en un galimatías, pero apunta a una realidad estratégica: la sociedad chilena debe tomarse en serio la definición y pronunciarse sobre ella.
El fenómeno del gobierno del presidente López Obrador en México juega quizá un papel similar. El proceso de desarrollo cuesta y no es uniforme, en vista de las profundas brechas sociales y las dificultades diferenciadas de regiones, segmentos de la población y sectores para incorporarse a la economía moderna. Es una quimera pensar que México podía embarcarse en un proyecto de modernización que excluyera a una proporción relevante de sus ciudadanos, o estados y sectores rezagados.
La sacudida de 2018 es así también necesaria e ineludible para la formación de un consenso a favor del desarrollo de todo el país para todos. Sin ese consenso resultará inviable e inalcanzable.
El Presidente insiste que la transformación será irreversible una vez que consolide su modelo en un año más de concentración de poder. Sin embargo, importará más el comportamiento y participación de la sociedad para definir la dirección que terminará siguiendo el país.
Como el neoliberalismo, al final la Cuarta Transformación no puede imponerse a una sociedad democrática si ésta no la adoptare. Lo que se requiere es más democracia y no menos para que se pueda procesar la toma de decisión social sobre el modelo que ha de seguirse. Esto se aplica para Chile—y por eso es diferente de Venezuela donde la única manera de participar es con manifestaciones en las calles, pero también para México. Por ello es fundamental asegurar el funcionamiento de las instituciones que garantizan y protegen la democracia, en particular el Instituto Nacional Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.
Los mexicanos votaron por un cambio profundo en 2000 y 2018; pero sobre cómo la clase política se relaciona con sus ciudadanos y en contra de la corrupción. El éxito del gobierno dependerá de que logre disminuirla significativamente y mejore el Estado de derecho y la seguridad ciudadana. La disminución de la corrupción, no obstante, depende de completar el tránsito de un sistema concesionario basado en privilegios a uno generalizado basado en derechos ciudadanos.
Aunque en general no se aprecie, el florecimiento de los derechos de todos y la inclusión implican más y no menos liberalismo (competencia, no monopolios ni prebendas, menos concesiones, apertura comercial, estabilidad macroeconómica para ofrecer horizontes de inversión de largo plazo) y menos economía de compinches (gasto sin licitaciones, asignaciones directas, empresarios preferidos, sectores protegidos, campañas electorales caras).
Sin una economía competida ni democracia liberal que respete los derechos de todos, México regresará a un sistema en que predomine la corrupción y la exclusión social que lo alejen del desarrollo. Al final, los ciudadanos y su participación, o falta de ella, decidirán la ruta a seguir, no el gobierno.
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