Es un tanto paradójico que, con un presidente de Tabasco y con el énfasis que la Cuarta Transformación ha puesto en hidrocarburos, éstos cada vez pesen menos no sólo en términos de ponderación en el producto interno bruto, sino como fuente de recursos para el financiamiento del gasto público.

En términos relativos, los hidrocarburos son cada vez más pequeños. Como proporción del PIB, su ponderación ha disminuido de 9.2% en 1996 a 3.5% en 2021. De manera similar, la participación del petróleo como proporción total de las exportaciones se ha reducido significativamente y en 2020 representó sólo 4.2%, cuando en el pasado era la principal.

La disminución del tamaño de hidrocarburos no es necesariamente una mala noticia, sino que puede reflejar el dinamismo del resto de los sectores. Por ejemplo, el Censo Económico 2019 muestra un crecimiento anual promedio del valor agregado real para el conjunto de los sectores de 6.4%, lo que refleja un comportamiento económico mucho mejor a lo que generalmente se piensa, mientras que para minería (80% Pemex), el valor agregado decreció 5.1% por año.

El cambio en la composición de la generación de valor agregado no implica que el sector hidrocarburos no sea importante; lo es como insumo esencial para el resto de la economía, sino que crecientemente más regiones y actividades económicas se conciben como usuarias del sector energético y no como productoras de energía. Esta transición paulatina, pero acelerada, hacia una economía de usuarios energéticos todavía no se refleja en el discurso público, ni en las medidas de política pública.

Uno de los principales problemas es la concepción que se tiene del mundo energético como un sector (sólo por el lado de la oferta) y no como un mercado (que toma en cuenta tanto oferta como demanda). En general, los programas de gobierno y los eventos y publicaciones en la materia se refieren al sector energético y no al mercado de energía, donde importa de manera estratégica la generación de valor agregado por parte de los usuarios.

La reconfiguración de los últimos años tiene importantes implicaciones más allá del ámbito económico. La primera de ellas consiste en que, con independencia del éxito de Pemex y/o de los productores privados, los hidrocarburos no tienen la envergadura para ser el motor de la economía mexicana. Es decir, aun si se emprendiera una exitosa transformación de Pemex y se descubrieran y explotaran nuevos campos significativos, privados o públicos, los hidrocarburos no serán, ni podrán ser, por su tamaño relativo y la diversificación del resto de las actividades, la locomotora de la economía. Obviamente, pueden hacer una contribución valiosa en ciertas regiones y áreas de actividad, así como una fuente relevante de ingresos públicos, pero la era en la que la suerte de la economía mexicana y la del petróleo eran la misma quedó atrás y no se va a regresar a ella. De hecho, México tiene un fuerte déficit comercial en hidrocarburos desde hace varios años, por lo que los incrementos en el precio del petróleo afectan los términos de intercambio en contra del país, aunque el impacto neto en finanzas públicas sea positivo. Por decirlo de otra forma, la reducción de los precios del petróleo es positiva ya que la mayor parte de la generación de valor agregado es usuaria y no productora de este energético.

La segunda reside en el hecho de que los hidrocarburos se han convertido en una carga para el erario a diferencia de años anteriores en los que sufragaba una buena parte del gasto federal y estatal. El rentismo del pasado cuando se explotaban yacimientos altamente productivos, que dejaban un superávit de operación considerable, es ahora inalcanzable. Pemex requiere, por su nivel de endeudamiento, por la pesada carga de las pensiones, por la hemorragia constante de recursos en aguas intermedias y aguas abajo en las que se sigue invirtiendo a pesar de las pérdidas, un apoyo creciente por parte del gobierno federal. Es decir, la percepción que se tenía dentro del gobierno sobre la abundancia de recursos petroleros para financiar el gasto público sin incurrir en el costo político de recaudar, en el ámbito federal y local, cambia a una gran velocidad.

Los ingresos brutos del petróleo (sin considerar las inyecciones de capital que ha tenido que llevar a cabo el gobierno) como proporción del PIB en 2020 representaron sólo 2.6%; el monto más bajo en mucho tiempo. El fin de la gallina de los huevos de oro implicará, con el tiempo, una visión distinta de la clase política sobre el valor de los hidrocarburos. Más aún, la cancelación de las rondas petroleras y las crecientes restricciones para la comercialización privada de hidrocarburos representan un doble impacto negativo presupuestario: por un lado, obligan a Pemex a dedicar recursos escasos a inversiones en actividades en las que con frecuencia pierde, además de que, sin rondas prospectivas, se anulan las inversiones futuras y se desestimulan las que deberían estar realizándose ahora, lo que implica menores derechos e impuestos para el gobierno.

La tercera, y quizá la más importante desde el punto de vista del impacto político de largo plazo, refleja un cambio de incentivos para el gobierno, que ahora depende de mucho mayor manera de la recaudación del impuesto sobre la renta (ISR) de personas físicas y morales. En 2020 la recaudación del ISR estuvo cinco puntos porcentuales por arriba, o tres veces, de los recursos provenientes del petróleo, para alcanzar 7.6%. Como punto de comparación, en 1996 el ISR sobre PIB representaba solamente 3.1%, mientras que el petróleo 6%, el doble. Más de la mitad de la recaudación de ISR proviene de personas morales usuarias del sector energético.

Paradójicamente, al gobierno cada vez le conviene más que los contribuyentes cumplan de manera plena con sus obligaciones fiscales, algo de suyo muy positivo, pero también que se den las condiciones para que el sector privado y la clase media productiva y en el mercado de trabajo tengan éxito. Ahora que la principal fuente de recursos para sufragar el creciente gasto público proviene de los ingresos y utilidades generados de manera privada, y ya no de yacimientos como Cantarell, que no implicaban mayor esfuerzo ni costo político, debe esperarse también, como contrapartida, un mayor escrutinio ciudadano sobre el uso que se dé a estas contribuciones y una mayor participación democrática.

Esta despetrolización pública implica que nunca un gobierno mexicano había dependido tanto del éxito de la iniciativa privada individual y empresarial; la sorpresa sexenal.

Twitter: @eledece

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