La mejor, casi única, manera de entender al presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, es tomar en serio lo que escribe y ha escrito. Su mensaje es bastante disciplinado, al punto de que, a pesar de la crisis más profunda de la historia reciente, la narrativa no cambie e incluso se reafirme.
El Presidente utiliza el tiempo libre, producto de no poder viajar los fines de semana para expresar, en sendas comunicaciones, su visión de la economía mexicana. Vale mucho la pena leer con detenimiento la última (presentada en La Mortadela, templo del liberalismo), “La nueva política económica en los tiempos del coronavirus”, en la que vuelve a exponer no sólo su programa de gobierno, sino la argumentación que lo sostiene. No es “nueva” al ser una reiteración de sus prioridades, sino en tanto que se aleja, según él, de “ese disparate llamado neoliberalismo”, “en el caso de México, neoporfirismo”.
El impacto del Covid-19 ha llevado a López Obrador a doblar la apuesta a favor de la Cuarta Transformación ya que “solo vino a precipitar, en medio de un tremendo agotamiento, el derrumbe del modelo neoliberal en el mundo.” Además, en su visión, le permite también ampliar el alcance de sus programas sociales ahora a 70% de los hogares (y obtener una supuesta ventaja electoral), mientras que al otro 30% lo atiende al “construir la paz y la tranquilidad en México” (no hay ni una, ni otra) y en virtud del “enorme campo de negocios que abre la ratificación del tratado comercial entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC)”, pero sin “rescates o subsidios”, para sólo “rescatar primero a los pobres”.
Sin percatarse, el Presidente coincide con varios economistas neoliberales al señalar que las principales economías del mundo llegan a la coyuntura de la pandemia en una situación de relativa vulnerabilidad. Sin embargo, no está relacionada con el modelo neoliberal que enfatiza la competencia y la libertad, sino con el prolongado proceso de crecimiento a partir de 2009 y, de manera más importante, con políticas expansivas monetarias y fiscales, niveles de endeudamiento insostenibles, así como significativas y costosas transferencias a favor del sector financiero.
Efectivamente, es probable que la pandemia acabe desnudando las debilidades estructurales de un conjunto de políticas expansionistas que, en lugar de corregir los excesos de la adicción a la liquidez, la hayan profundizado y que tenga como resultado una fuerte corrección en contra de precios relativos inflados por la excesiva liquidez de tantos años, así como un encogimiento del sistema financiero, que no sucedió de manera suficiente a raíz de la crisis de 2008-09.
Por ello, la austeridad que pregona y practica el Presidente es clave para la salud de la economía en el largo plazo y por lo tanto no sería apropiado un programa de apoyo a las empresas cuyos flujos de caja están en riesgo durante el confinamiento, sin un compromiso para regresar a finanzas públicas robustas y bajos niveles de endeudamiento.
El problema que enfrenta el gobierno es entonces doble. Uno de tiempos: va a incurrir en un alto déficit público que aumentará de manera significativa la proporción de deuda sobre el producto interno bruto, a pesar de no tener un programa de apoyo ambicioso. La gran pregunta es si al final del túnel habrá el suficiente número de contribuyentes viables para regresar a la normalidad fiscal. El otro, si la economía mexicana va a ser atractiva para la inversión (de familias y empresas mexicanas, mayoritariamente, y de extranjeras) y así aspirar a una recuperación después del tsunami.
Si, como dice el Presidente, las economías desarrolladas, todas ellas neoliberales, estaban ya en una situación delicada antes de la pandemia, entonces hubiera sido necesario preparar a la mexicana con antelación para el inevitable choque externo, no sólo por medio de un programa de finanzas públicas sanas, sino con una visión para incrementar el atractivo a la inversión y la inclusión de sectores, regiones y segmentos de la población (los “débiles y los olvidados”, “los siempre desposeídos, oprimidos, despojados y discriminados… atropellados por los grandes intereses económicos”) para que puedan optar por participar en la economía moderna, que genera mejores niveles de ingreso y bienestar y, por lo tanto, posibilidades reales para que las familias se inclinen por el tipo de “felicidad” a la que cada una quiera aspirar.
El Presidente se equivoca al decir que en “esta nueva etapa de la vida nacional el Estado no es gestor de oportunidades”, pero “es y será, en cambio, garante de derechos”. Estas dos obligaciones no son excluyentes, como él supone, sino que van juntas: al garantizar la igualdad en el respeto y los derechos de todos, se promueven las oportunidades para el bienestar. El problema es que el Presidente ve estas “oportunidades” como “circunstancias azarosas” “o concesiones discrecionales” que se le presentan “a un afortunado entre muchos”, mientras que “los derechos, en cambio, son inmanentes a la persona”, “irrenunciables, universales y de cumplimiento obligatorio”. La búsqueda del “bienestar” y de la “felicidad” está fundada, precisamente, en la garantía de los derechos para todos y también en el conocimiento de que el éxito económico no es producto del azar, ni efímero, ni resultado de una concesión (economía de compinches), sino de que cada persona, familia o pueblo quiera y pueda invertir en su propio futuro con base en su vocación, especialidad y convicción, en un ambiente de “libertad”.
Para ser “garante de derechos” se requiere de un Estado fuerte con suficiente capacidad reglamentaria por lo que no es conducente la eliminación indiscriminada de “despachos inútiles” o “instituciones improductivas”; se requiere, por supuesto y como bien dice el Presidente, “acabar con la corrupción; “la causa principal de la desigualdad económica y social y, por extensión, de la inseguridad y de la violencia que padecemos.” No obstante, la garantía de derechos y la eliminación de la corrupción serán imposibles sin una mayor democracia en el ámbito político y sin competencia en todos los mercados, incluido el sector energético (derechos, democracia y competencia requieren de órganos reguladores eficaces y autónomos).
La falta de competencia que el gobierno impulsa en energía terminará promoviendo una mayor corrupción y será una pesada carga para el erario en el peor momento macroeconómico. Quizá el error de la Conamer fue no haber calculado, y presentado al Presidente, el costo en flujo para las finanzas públicas de las modificaciones al régimen de renovables.
El Presidente López Obrador también se equivoca al implicar que el T-MEC sólo puede beneficiar al 30% más rico de la población. La coyuntura internacional presenta una sólida oportunidad de desarrollo incluyente y exitoso por el redireccionamiento de los flujos de inversión que antes terminaban en China. Se puede multiplicar, varias veces, la inversión al ser México la mejor opción para diversificar el riesgo chino. Esta oportunidad histórica sólo se aprovechará con una visión ambiciosa del futuro. Curiosamente, los pilares que propone el Presidente en su epístola—democracia, justicia, honestidad, austeridad y bienestar—podrían constituir la base para lograrlo, pero sólo si vislumbrara la intersección entre derechos y oportunidades.