Hace treinta años, cuando nuestras élites comenzaron a discutir sobre la conveniencia de incorporar la economía mexicana al bloque de América del Norte, los tecnócratas neoliberales desde el olimpo del autoritario sistema político mexicano, armados con datos y estudios, avasallaron a las izquierdas autóctonas contrarias al proyecto. Izquierdas, por cierto, hoy reconvertidas en las más entusiastas defensoras de lo que antes repudiaban.
A los del pro no les faltaba razón; como lo demostró la historia, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte detonó un periodo de modernización económica en varias regiones del país, pero entre sus benéficos frutos produjo uno amargo: desequilibrio en las relaciones entre los factores de la producción.
El marco político-legal laboral y su pieza clave; el sindicalismo mexicano, fue una de las condiciones que favorecieron esa situación. Concebido dentro del modelo corporativista, a la usanza de los regímenes fascistoides de partido único de la primera posguerra, evolucionó al paso de los años pero conservó sus características originales, entre otras: la ausencia de auténtica vida democrática, la cultura piramidal autoritaria y el abuso patrimonialista y paternalista de sus liderazgos.
Con el TLCAN las organizaciones laborales se adaptaron a los requerimientos de la apertura comercial, de igual forma, contribuyeron para que el país tuviera una ventaja competitiva negativa: mano de obra barata. La productividad de los trabajadores mexicanos mejoró pero los salarios quedaron rezagados. Argumentos no faltaron para justificar tal situación: la competencia con otros países de bajos jornales, la falta de calificación de los trabajadores, deficiente productividad y el control de la inflación.
El modelo económico configurado en esas condiciones generó graves contrahechuras: México se convirtió en un gran país exportador pero el desarrollo humano se estancó. Nuestra economía se ubicó entre las grandes del orbe pero las brechas sociales y las desigualdades se ensancharon. Hoy, nos encaminamos a un rompimiento de este estado de cosas; de las positivas y de las negativas.
Nadie sabe a ciencia cierta el rumbo que tomará la situación económica de los mexicanos con la modificación del TLCAN en T-MEC. Lo único claro es: más que un ajuste y su necesaria puesta al día, el nuevo entendimiento se inspira en nuevas concepciones geopolíticas e ideológicas. Del lado estadounidense nacionalismo y proteccionismo conservador, por la parte canadiense libre comercio progresista, por el flanco mexicano el neodesarrollismo antiliberal. Nada que ver, pues, con la sintonía trilateral de 1990-1994, pautada en el ambiente intelectual de expectativas promisorias que despertó el fin de la guerra fría.
No se puede desconocer la habilidad de los negociadores del T-MEC para ensamblarlo, con sus disímbolas visiones, como nueva pieza en el reacomodo de poder mundial en proceso; quizá por ello estaba justificada la ingenua alegría mexicana con la que se cantaron los ditirambos en el Palacio Nacional el martes 10 de diciembre, por la firma del protocolo modificatorio del T-MEC; verdadera renegociación hostil de última hora, aplicada al alimón por la pareja dispareja Trump-demócratas, para iniciar el añorado regreso de las plantas automotrices, de autopartes, aeroespaciales y otras, al suelo patrio estadounidense.
Con la renegociación secreta nuestro socio del norte tomó el control de la tardía modernización laboral del país. Pese a las iniciativas y esfuerzos internos que se habían hecho antes, recién se logró romper la muralla impuesta por los poderes fácticos que la impedían y ahora ellos entrarán a garantizarla.
Sea con agregados diplomáticos o con inspectores, el enforcement laboralista de Washington apunta —al modo de los cañones del Comodoro Perry que abrieron el imperio japonés al comercio internacional— para que ahí donde convenga a los objetivos electorales y de reindustrialización, se aplique sin dilaciones nuestra reforma laboral.
Analista Político.
@lf_bravomena