El diálogo y la tolerancia son elementos sustantivos en un régimen democrático. Su ausencia define el talante autoritario o totalitario de un gobierno.

En el sexenio anterior estas cualidades brillaron por su ausencia y fueron consideradas una concesión inadmisibles a “los enemigos” que osaron tener opiniones, propuestas y puntos de vista diversos al titular del Poder Ejecutivo.

En los pasados seis años no se registró un solo encuentro entre los representantes de la oposición y el Presidente de la República. Del clásico “ni los veo ni los oigo”, recetado por Salinas a la izquierda, la que a su vez tampoco tuvo interés en entablar conversaciones con él, pasamos al sacro monólogo tlatoánico, de donde al decir de sus fieles adoradores, brotó la verdad indiscutible y provino todo bien. ¿Dialogar?, ¡Al carajo!

Así llegamos a la demolición de las instituciones democráticas, la destrucción de división de poderes y la exacerbación del centralismo; ni siquiera se intentó simular federalismo y encubrir la inexistencia del municipio libre.

Por las señales en la ceremonia de toma de protesta de la primera Presidenta de nuestra historia —histórica, digna de toda relevancia— y por lo que se ha visto en sus pasos subsecuentes, no hay razones para abrigar esperanzas de que el estilo de infalibilidad hegemonista vaya a cambiar.

Minutos antes de que estallara la algarabía en el salón de sesiones de la Cámara de Diputados, con estridente fervor de la feligresía oficialista que elevó a los altares al insustituible mesías de su universo y ungiera a su sucesora, hubo un remedo de pluralismo democrático a cargo de las voceras y voceros de los diversos grupos parlamentarios, para fijar sus posiciones ante el inicio de un nuevo gobierno.

La oposición laminada elevó súplicas para que se restaure el diálogo pluripartidista, la construcción de acuerdos con apertura hacia las voces y propuestas de los herejes que no profesan la fe del nuevo partido de Estado.

No fueron muy lejos por la respuesta; en su discurso, la Presidenta no sólo no los vio ni los escuchó; para mayor agravio tampoco les concedió derecho a una respetable existencia; ni en el pasado, ni en el presente ni para el futuro.

Creo, sinceramente, que la oposición es en parte responsable de la lastimosa ignorancia que sufre. Y eso es directamente proporcional al grado de respetabilidad que los dirigentes los partidos le han procurado. Lo que podría resumirse en el sabio dictado: “respétate para que te respeten”.

La cultura democrática tiene como valores fundamentales la garantía de espacios a la pluralidad de opiniones, el derecho a disentir y el reconocimiento al saludable papel que tiene en la vida pública el ejercicio dialéctico entre las oposiciones y el gobierno, pero ello no forma parte de nuestras tradiciones políticas .

Lo que en esta materia avanzamos en la transición democrática, hoy denostada y derogada, la conquistaron los ciudadanos con líderes de oposición de todos los signos ideológicos, mediante una larga lucha: digna, honrada y patriótica. Estos héroes cívicos fueron capaces de superar la ceguera y sordera de los poderosos porque estaban dotados de autoridad moral, de la que carecían los autócratas de antaño. ¡Ese es el reto de hoy!

Analista político

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