Estamos en víspera del 4 de junio; llegó la hora para las esperadas elecciones en Coahuila y en el Estado de México. Un buen número de analistas políticos consideran que sus resultados serán una prefiguración de lo que ocurrirá en los comicios del año próximo. No comparto esa opinión, la evidencia histórica demuestra que no existe correlación entre lo que ocurre en los procesos locales con el desenlace de los federales; particularmente en el caso de los mexiquenses.
En esa entidad, a partir de la transición democrática, las victorias de un partido en la elección de gobernador no siempre precedieron su triunfo en la competencia presidencial. El PRI ganó la gubernatura en 1999 y en 2005, y el PAN triunfó en las presidenciales de 2000 y 2006.
He sido candidato a gobernador en el Estado de México dos veces: en 1993, participamos en el proceso Emilio Chuayffet por el PRI, Alejandro Encinas por el PRD y el suscrito por el PAN. Escribo participamos, no competimos, porque hace 30 años los procesos electorales de nuestro país no reunían los requisitos para considerarlos elecciones auténticamente libres y democráticas. Baste decir que las credenciales para votar estaban firmadas por el candidato del PRI.
No tengo espacio para compartir con los lectores los pormenores de aquella campaña, pero debo mencionar que ante unas elecciones de Estado, los opositores sin aliarnos formalmente, realizamos acciones conjuntas para frenar a la aplastante maquinaria del autoritarismo atlacomulquense.
También debo recordar que, en el fragor de la batalla y la dureza en el discurso, los combatientes nunca nos perdimos el respeto. Fuimos contendientes, no enemigos. Nunca nos insultamos. Lo cual no deja de ser una paradoja con lo que hoy ocurre, cuando se supone que vivimos en democracia, lo que demuestra la degeneración política acelerada en la que estamos inmersos.
Dieciocho años después regresé a las andadas; en 2011, de nueva cuenta me encontré con Encinas que también reincidía; esta vez nos tocó competir con Eruviel Ávila. En dos décadas las cosas habían cambiado mucho, pero en el fondo todo había empeorado.
Ya teníamos INE, tribunales electorales, cien mil normas que supuestamente garantizan equidad, libertad a los electores y reglas que, en la letra, impiden que poderes fácticos y oligárquicos sean decisivos en las urnas. Los votos se contaron impecablemente y todo tuvo una ejemplar fachada democrática. Pero esa vez, se destacó una novedad pública pero invisible: la monetización del sufragio. El cáncer galopante que hoy corroe a nuestra inmadura y amenazada democracia.
Mi conclusión, después de estas experiencias, es que hay procesos electorales constructivos pro democráticos, y también los hay corrosivos destructores de la democracia. El elemento clave para que sean de los primeros es el grado de participación ciudadana libre que concite el espíritu cívico que los acompaña.
Si los ciudadanos se ausentan y dejan todo en manos de los profesionales de la clientelización de los electores y la compra-venta de votos, la simulación democrática se impone y el populismo campea a sus anchas. Después vienen las quejas, el llanto y el crujir de dientes.
Analista. @lf_bravomena.