Los recientes acontecimientos en Culiacán, suficientemente reseñados, comentados y analizados en estas páginas, en todos los medios y en las redes sociales: 10 trending topic mundiales (ver columna de Javier Tejado Dondé; De Culiacán a China, en busca del control de las redes sociales, EL UNIVERSAL 22/10), constituyen una tragedia histórica.
Tragedia para el futuro de la nación, para la respetabilidad y la imagen de México. Tragedia para las instituciones. Tragedia para los mexicanos y sus familias que pagaremos los frutos envenenados de lo que ese día se decidió. Tragedia para el gobierno federal. Tragedia para la política. En este infausto episodio los únicos que tienen motivos para celebrar son los grupos del crimen organizado.
¿Por qué es una tragedia para la política? Porque una vez más, ante la evidencia de que el Estado es incapaz de cumplir con su primera obligación, que es garantizar las condiciones de paz, orden y seguridad, para el desarrollo de una convivencia libre, justa, productiva y solidaria de la sociedad mexicana, los actores políticos y los responsables gubernamentales, en lugar de encarar los acontecimientos con altura de miras, lo convirtieron en un vulgar episodio de lucha de facciones.
Del lado del gobierno, su jefe, el partido oficial, sus ideólogos, su aparato propagandístico y sus claques se atrincheraron, con ciega soberbia, en la defensa de una retorcida y sofística postura humanitaria, radicalizando su talante divisionista y maniqueo para convertirlo en un nuevo motivo para tundir a sus adversarios.
Por su parte, los críticos y opositores al régimen creyeron encontrar en el despiporre organizado por el Gabinete de Seguridad en la capital sinaloense, engrosado por el inevitable y forzado respaldo del Presidente a decisiones tomadas en situación extrema, una ocasión inmejorable para desmitificar el liderazgo de López Obrador.
El quid de esta tragedia es la demostración de que nadie está pensando en el interés supremo del país. Cada quien anda en campaña: el grupo en el poder para perpetuarse, la oposición mirando al 2021; mientras el Estado mexicano se desmorona y hace un ridículo mundial.
Cada vez que ocurren estos terribles desaguisados —que ya son parte de la narrativa cotidiana del país— los políticos retozan en una pista de lodo para para repartir culpas sin ninguna propuesta de solución. Se trata de una conducta suicida, porque estos acontecimientos gritan a México que la única medicina eficaz para sanar del cáncer de la inseguridad rampante e impune es una política de Estado.
Estrategia de Estado, en la que todos, absolutamente todos: poderes y estructuras gubernamentales de los tres niveles, partidos, actores políticos, fuerzas del orden, organizaciones sociales, agrupamientos ciudadanos, iglesias, instituciones educativas y académicas estén comprometidos a contribuir, con la parte que les corresponda en sus ámbitos específicos, a desarticular la arraigada metástasis entre el crimen organizado y los poderes públicos.
Frente a los dolorosos y vergonzosos hechos de Culiacán, la sociedad hubiera agradecido una sincera actitud de revisión y rectificación de conductas de parte de todos. Única forma de recuperar algo de dignidad y sembrar algo de esperanza en el porvenir de la patria.
En una ruta de verdadera pacificación nos encontraríamos si después del negro 17-O, el Presidente, en lugar de buscar un control de daños propagandístico y lanzarse con furia contra sus críticos, se hubiera comprometido a llamar a todos, independiente de sus filiaciones ideológicas, partidarias y sociales, a construir una auténtica política de seguridad, sustentada en principios técnicos, no en intuiciones místicas.
Lo mismo puede recriminarse a la oposición, que lo mejor que se le pudo ocurrir fue presentar una demanda contra el Presidente. En lugar de posicionar un planteamiento alternativo, bien sustentado, sobre la forma de resolver el problema.
Analista político.
@L_FBravoMena