La estupefacción por la vorágine política que agita a la sociedad norteamericana indica un profundo desconocimiento de sus causas. Muchos análisis son superficiales, abordan lo inmediato, lo escénico de la disputa electoral, pero no se ocupan de los factores estructurales que están detrás de los hechos en curso. Al no desentrañar su verdadero origen quedamos impedidos para prever su desarrollo y consecuencias.

Estamos impactados por el reciente asalto al Capitolio. La profanación de ese recinto, especialmente venerado en la cultura política y la historia estadounidense, permite intuir que algunas trabes de su sólido sistema se rompieron porque la argamasa de los consensos básicos que lo sostenían se pulverizó.

Celebramos el fracaso de la intentona para descarrilar la proclamación formal del triunfo de Biden. Sin embargo alcanzamos a vislumbrar que esto no ha terminado, que un conflicto larvado en décadas —quizá siglos— está aún en fase de desarrollo y lejos de su desenlace.

Identificamos nombre, origen e ideología de ciertos especímenes que se distinguieron en esta reedición de una invasión bárbara a la capital del imperio; sabemos que un nuevo Alarico —ya detenido por las autoridades— el joven que ataviado con una piel de oso y cuernos de bisonte se posesionó del presídium del congreso, es adepto e influencer de una secta que predica la patraña de una conspiración satánica que quiere dominar a la humanidad denominada “nuevo orden mundial”.

Seguimos paso a paso las oportunas reacciones defensivas del establishment, así como el castigo que se avecina para Atila-Trump, por instigar a sus hordas “patriotas” a cruzar el limes de las normas democráticas y a destrozar la decencia republicana.

Permanecemos expectantes de lo que ocurrirá en las próximas horas, intranquilos por los alaridos de los redivivos Hunos para asediar los 50 capitolios estatales de la Unión y, de nueva cuenta, amenazar la sede del Congreso nacional en donde el próximo 20 enero deberá jurar ante la biblia el nuevo presidente.

Esto podría ser la trama de una serie exitosa —seguro un buen número de guionistas, productoras y plataformas de streaming ya trabajan en ello— pero no cuestión trivial.

Observando los hechos con sentido histórico, estamos ante un signo del fin de época por el que atraviesa nuestra civilización. Los sucesos que sacuden al país del “siglo americano” tienen expresiones análogas en todas las latitudes. De esta fenomenología tampoco se escapan las potencias emergentes que avanzan en el terreno abandonado por la paulatina caída de Washington.

Las causas son globales si bien en cada región y país toman sus propias características; en casi todas subyacen las mismas fallas telúricas que han derrumbado los paradigmas políticos de la modernidad, desmentido las promesas del bienestar y la abundancia sin límites y desilusionado las aspiraciones de una convivencia justa y respetuosa entre los seres humanos.

No bastará intentar reconstruir la democracia liberal y derrotar electoralmente a los populismos de cualquier calaña ideológica. El reto civilizatorio de nuestro tiempo es recolocar la preeminencia de la dignidad humana en la cultura, política, economía, en las estructuras sociales y en el sistema internacional.


Analista político.
@lf_bravomena

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