Es pertinente recordar un caso en el que la fuerza prevaleció sobre la razón. En el año  49 a.C. el general romano Julio César, conquistador de las Galias, decidió enfrentar al cónsul Pompeyo y tomar el poder empuñando la espada.  
Cruzó el río Rubicón, frontera entre la Galia Cisalpina e Italia, y pronunció la frase: “Alea jacta est”, la suerte está echada. No hay marcha atrás sin importar las consecuencias. Aquel lance provocó una prolongada guerra civil.  Desde entonces “cruzar el Rubicón” es sinónimo de iniciar un proyecto audaz irresponsablemente.  

Ahí nos encontramos. La consigna para demoler al INE, sustentada en una desordenada conciencia moral y desbordada pasión de poder, exige desplegar brutalidad política: ignorar el espíritu de la constitución y desechar el diálogo parlamentario.  

Juristas y conocedores de la materia electoral reprueban el proyecto, a ellas se suman las alertas de instituciones internacionales advirtiendo sobre lo regresivo de las propuestas que el oficialismo intenta imponer.  
Será un error histórico desmantelar al órgano de Estado autónomo, ciudadanizado, con el que México superó la perversa costumbre del fraude electoral y logró incorporarse decorosamente a la familia de las naciones democráticas.          

Todo apunta a la consumación del atropello. Así, nuestro país retornará a la barbarie política, a la simulación, a los tiempos en los que las elecciones no eran un ejercicio de ciudadanía libre sino un rito del poder: sus personeros manipulaban casillas, votos y urnas, ellos mismos emitían el veredicto final.  

Si no se detiene esta “marcha de la locura” —la sinrazón en la política narrada por Barbara Tuchman—, antes de las jornadas electorales los resultados estarán predeterminados, decididos por el tlatoani. No habrá conteo transparente de votos, ni acta, ni prueba que valga sobre la verdadera voluntad de los ciudadanos.  

Quienes prevén que con la demolición del INE se reinstalará la dictadura perfecta no andan desencaminados. Bien sabemos a dónde nos conducirá. Ya mismo, al ver cómo están operando, se reconoce la víbora que saldrá de ese huevo. 

La historia lo demuestra: las serpientes, aunque estén populistamente emplumadas, se muerden la cola; se devoran a sí mismas. En nombre de supuestos altos ideales, con los que justifican sus tropelías para acumular poder sin límites, agreden a sus propios correligionarios. Acto seguido comienza la noche de los cuchillos largos entre camaradas. 

Lo de Julio César en Roma desató una orgía de traiciones y sangre durante largo tiempo. Pero no hay que remontarse a la antigüedad para extraer lecciones e identificar los patrones de conducta en estos casos. La Revolución Mexicana derivó en una disputa de caudillos en la que se aniquilaron unos a otros. Salvo Madero, mártir verdaderamente demócrata, el resto se enfrascó en una lucha descarnada y criminal por el poder, frenada con la institucionalización del partido de Estado y su congénito cáncer del fraude electoral.  

Ese sistema duró 70 años, nos liberamos de ese régimen mediante una perseverante lucha ciudadana de todas las ideologías y el diálogo civilizado entre las fuerzas políticas.  ¿Vamos a retroceder 100 años? ¡Gran responsabilidad tienen los actuales tomadores de decisiones!

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Analista político.
@lf_bravomena

 

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