En estas fechas no acostumbro comentar la tragicómica política mexicana, ni los conflictos de la lucha por la reconfiguración del sistema político internacional. Prefiero, por descanso mental, ocupar estas líneas en recordar el origen de algunas tradiciones de nuestro pueblo, a personajes, motivos o adornos que utilizamos en el periodo navideño.
En años anteriores hice una breve reseña de cómo se arraigó entre nuestras costumbres la usanza italo-franciscana de colocar el presepio, que aquí tomó el nombre de Nacimiento.
Igualmente, recordé la biografía de San Nicolás de Bari, transfigurado por la cultura nórdica en Santa Claus, mismo que en décadas reciente ha conquistado, con el empuje publicitario norteamericano y el proceso de secularización, un lugar preponderante entre las figuras de la temporada.
El año pasado dediqué el espacio a la mexicanísima flor de Nochebuena; su difusión como símbolo inconfundible de la navidad y elemento esencial en su decoración.
Hoy abordaré una cuestión por demás interesante: la presencia elementos chinos en nuestra ornamentación y juegos navideños.
Debo, antes de entrar en materia, apuntar una nota de mi infancia relacionada con el asunto central: mi padre fue agente de ventas; por unos años, cuando el libre comercio ni se soñaba, representó a una empresa de Monterrey que importaba productos de países orientales.
El muestrario de la mercadería contaba con artículos muy atractivos; eran de papel delgado y traslúcido, desplegables como acordeones: farolas de múltiples formas y colores vivos, guirnaldas, abanicos; había también objetos de pólvora que nos encantaban: las luces de bengala. Huelga decir que en navidad nuestra casa, como otros muchos hogares y espacios públicos del país, se engalanaban con tales adornos. Provenían de China; ignoro si de alguna provincia de la actual República Popular o de Taiwán, pero eran hermosos vestigios del mestizaje cultural propiciado por el legendario intercambio comercial de la Nao de la China durante los siglos XVI al XIX.
Son, hasta el día de hoy, frágiles sobrevivientes de la primera globalización, en la que Nueva España fue el hub logístico del circuito de negocios que vinculó los mercados de Europa y Asia y América; activo durante 250 años, entre los puertos del Pacífico: Manila, y Acapulco, con los del Atlántico: Veracruz, Sevilla y Cádiz.
Fernando Zialcita, académico de la Universidad Ateneo de Manila, documenta en “El Galeón en Manila: cuna de una cultura” (Shanghai, 2013), que el uso del papel como adorno en las fiestas navideñas filipinas es de origen chino y cruzó el Pacífico para instalarse en lo que hoy es México.
Por otra vía arribó la popular piñata. En el siglo XIII, a través de la Ruta de la Seda que conectaba Asia con el Mediterráneo, llegó a Italia la costumbre china de la piñata. I. Vargas y F. García, (EL UNIVERSAL, 16/12/21) publicaron su origen y evolución, relatan: la pignatta se conoció en Venecia por el viajero Marco Polo; tres siglos después, los misioneros la recrearon y la inculturaron, insertándola como objeto didáctico evangelizador. Así se convirtió en un elemento infaltable de “las posadas”; la novena mexicana durante el Adviento del año litúrgico católico.
Todo esto debemos inscribirlo dentro del patrimonio intangible de la humanidad.
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