La humanidad está inmersa en un cambio de época. El tema se estudia desde múltiples disciplinas. Filósofos, antropólogos, científicos, sociólogos, economistas, politólogos, comunicadores, literatos y líderes religiosos, sugieren nombres con el propósito de identificar el tiempo que vivimos; la nomenclatura es abundante y la bibliografía apasionante.

Los acontecimientos nos demuestran cuánta verdad contienen esas reflexiones. La velocidad en las comunicaciones —factor relevante en este proceso— nos alimentan de información sobre hechos asombrosos; unos con cargas de esperanza, otros desmoralizantes e inicuos, todos con portentoso potencial de cambio que constatan el comienzo de una nueva fase del género humano.

Analizar aisladamente lo que está ocurriendo en nuestro país, tratar de explicar la desintegración de las estructuras sobre las que se sostuvo la vida de varias generaciones de mexicanos, sin contextualizarlo en este marco del cambio mundial, conduce a sacar conclusiones no sólo superficiales sino a generar actitudes equivocadas.

El historiador inglés Arnold J. Toynbee (1889-1975), un clásico en el estudio profundo y multifactorial de estos procesos, apunta: “Las fuerzas actuantes no son nacionales, sino que proceden de causas amplias, que operan sobre cada una de las partes y que no son inteligibles en su actividad parcial a menos que se tenga una visión general de su actividad en toda la sociedad”. Subraya: “Partes diferentes son afectadas diferentemente por una causa general idéntica, porque cada una de ellas reacciona y cada una contribuye, en modo diferente, a las fuerzas que esta misma pone en movimiento”. (Estudio de la Historia. 1934-1961).

La cita ayuda a explicar por qué en el debate nacional se impuso la polarización demagógica, la vulgaridad y los dogmas ideológicos sobre el razonamiento lógico-científico.

En el campamento de eso que con grandilocuencia llaman Cuarta Transformación, sumos sacerdotes y vestales divinizadas, autoinvestidos en una infalibilidad sacra e intocable, supuestamente otorgada por el pueblo en las urnas —privilegio refutado por los mismos resultados de las pasadas elecciones en los que sustentan su pretendida superioridad moral— tratan de imponer su proyecto sectario.

En la cancha de la oposición no cantan mal los corridos tumbados; las críticas y resistencias a las propuestas del grupo en el poder se acompañan de denuestos y descalificaciones que escurecen el rigor argumentativo.

En el pequeño mundo de los partidos políticos ocurre lo mismo. Los grupos y las facciones se han enseñoreado de las dirigencias, candidaturas y micrófonos. Están atrincherados en sus cada vez más débiles bastiones. La sociedad, sus simpatizantes, para ellos no existen, salvo para pedirles el voto. Su distanciamiento y desconocimiento de lo que se mueve en las entrañas de la nación mexicana quedó en evidencia el pasado 2 de junio.

A todos nos urge cambiar actitudes. Los tiempos exigen renovar la disposición para procesar constructivamente este cambio civilizatorio. Apremia darle una oportunidad al diálogo plural, abrir espacios, crear iniciativas para el encuentro entre las diversas formar de ser, sentir y pensar; en suma, innovar el método para reconstruir un México libre y justo.

Analista.

@lf_bravomena

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