Para cualquier persona es fácil distinguir entre un buen jefe y un mal jefe. No tiene que ver con que un buen jefe sea el menos exigente, muchas veces es el que más exige. La realidad es que casi todos podemos identificar con rapidez quién es el mejor jefe que hemos tenido en nuestra carrera. Invariablemente la respuesta tiene que ver con frases como “me ayudó a ser la mejor versión de mi mismo”, “siempre me impulsó a ser mejor”, y “me inspiró a lograr cosas que ni yo me imaginaba”. También es muy fácil identificar a los malos jefes. Los que no respetan, los que maltratan, los que hacen menos a las personas y sus contribuciones, los que no hablan con la verdad o manipulan los datos a la conveniencia de sus historias. Lo cierto es que está ampliamente comprobado que los malos jefes hacen daño a las organizaciones y a sus resultados. Sin embargo, en muchas empresas se siguen tolerando, sobre todo en un país tan orientado a las jerarquías como el nuestro.

Para ejercer un cambio real en las empresas, vale la pena evaluar el impacto de los malos jefes en las empresas. Hace algunos años, la revista Harvard Business Review, en un artículo titulado “El precio de la descortesía” publicó las consecuencias en las organizaciones al tener un jefe con estas características. Los datos son dramáticos: Un 48% redujo intencionadamente su esfuerzo de trabajo. Un 47% redujo el tiempo dedicado al trabajo. Un 38% redujo a propósito la calidad de su trabajo. El 63% perdió tiempo de trabajo evitando al jefe en cuestión. El 66% dijo que su rendimiento disminuyó. El 78% dijo que su compromiso con la organización disminuyó. No se necesita ser un genio para saber que estas cifras tienen un impacto real en el desempeño de cualquier organización. Sobre todo, cuando hay faltas importantes en la congruencia. Como cuando las empresas dicen que valoran el respeto y su principal líder no muestra respeto en sus interacciones con los demás. De manera contrastante, abundan los estudios que demuestran que los líderes sencillos y humildes son los que dan mejores resultados. Un artículo del Wall Street Journal titulado “Los mejores jefes son los jefes humildes” afirma que este tipo de liderazgo “inspira un trabajo en equipo cercano, un aprendizaje rápido y un alto rendimiento en sus equipos, ya que las personas humildes tienden a ser conscientes de sus propias debilidades, están ansiosas por mejorarse, aprecian las fortalezas de los demás y se centran en objetivos más allá de su propio interés”.

La pregunta obligada es ¿por qué muchas empresas siguen tolerando a líderes que a todas luces no cumplen con las mínimas cualidades necesarias en un líder moderno? Alguien que inspire a sus equipos a logros que ellos solos nunca lograrían. Las respuestas no son sencillas. Basta ver a uno de los líderes más influyentes de Silicon Valley, Elon Musk. Su éxito es indudable, como también es evidente que no es un líder modelo. Difícil imaginarse un jefe con menos modestia y sencillez. Quizá habría que preguntarse qué tipo de resultados tendría si fuera un jefe inspirador y positivo. El paradigma es complejo. Por un lado, demasiados líderes piensan que no pueden ser humildes y ambiciosos al mismo tiempo. La humildad también puede percibirse como debilidad en un momento en que los problemas son difíciles y se percibe la necesidad de ser duro; puede hacer que los líderes se sientan vulnerables cuando las personas buscan respuestas y garantías. En muchas ocasiones, los líderes a menudo prefieren fallar que admitir su dependencia de otra persona.

En un libro que aborda a la perfección este tema, “El Factor H” (la H por honestidad/humildad) los psicólogos Kibeom Lee y Michael C. Ashton enumeran las grandes ventajas de los líderes con estas características. No es intuitivamente obvio que los rasgos de honestidad y humildad vayan de la mano, y hasta hace muy poco, el factor H no había sido reconocido como una dimensión básica de la personalidad. En su libro demuestran que los líderes que no creen que necesiten ayuda tienen menos probabilidades de tener éxito. Los ejecutivos arrogantes se ven a sí mismos como autosuficientes. Irónicamente, es altamente menos probable que estas personas tengan éxito. Los datos lo confirman, a la gente no le gusta trabajar para un líder arrogante. Cuando un líder arrogante (que no necesita ayuda) entra en acción, crea demasiado ruido. Pueden ser inteligentes, competentes e inclusive impresionantes, pero sin humildad, sus métodos desgastarán a sus equipos. Con el tiempo, la gente comenzará a resistirse a ellos y a sus ideas. Para los líderes arrogantes, las cosas siempre (eventualmente) se complican irremediablemente. Los líderes que buscan aprender tienen más probabilidades de tener éxito. Las personas humildes están mejor preparadas para el éxito. Eso se debe a que los líderes humildes aprovechan todas las oportunidades de aprendizaje que se les ofrecen. No son complacientes con sus propias habilidades. En cambio, buscan constantemente mejorar, y son capaces de reconocer las áreas en las que necesitan hacerlo. Esto les hace que sus equipos les tengan más cariño y tengan más compromiso. No crean ruido innecesario, ni desgastan a las personas con sus grandiosas percepciones de sus propias habilidades. En cambio, su humildad y su autopercepción precisa les dan credibilidad cuando llega el momento de impulsar una agenda.

La verdad indiscutible es que todo el mundo tiene espacio para crecer. Los líderes humildes lo reconocen. Los líderes arrogantes, desafortunadamente para aquellos que trabajan con y para ellos, no lo hacen. Todas las organizaciones se beneficiarían de asegurar que sus líderes tengan estas características. Si se actúa con congruencia no es difícil. Recordando las palabras del incomparable genio de la literatura, C.S. Lewis: “La Humildad no es pensar menos de ti, es pensar menos en ti”. Todos los líderes deberían poner en práctica esto.

*@LuisEDuran2, Presidente del Comité de Difusión de la COPARMEX

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