López Obrador no es un presidente de ocurrencias, sino de ideas arraigadas en lo que él considera un diagnóstico certero de la realidad nacional con un enfoque de los 60 y 70 que poco tiene que ver con el mundo de hoy. Su agenda de populista conservador nunca ha sido fácil de dilucidar y con frecuencia parece contradictoria. Por esto los grupos de interés, de izquierda a derecha, no encuentran una manera sencilla de convencerlo. Los primeros se sienten defraudados por no haber electo alguien que persiga su agenda, mientras que los segundos se preocupan por un giro populista catastrófico.

El Presidente ha usado su primer año y medio a perseguir dos objetivos: insistir que el suyo no es un cambio de partidos en el gobierno, sino una transformación profunda y radical y hacer todo lo que esté en su poder para volver la cuarta transformación irreversible, la última. La búsqueda de estos objetivos es tan importante que está dispuesto a incurrir cualquier costo. Poco parecen importar la falta de crecimiento, ahuyentar inversión, cancelar proyectos, mermar y destruir instituciones, si ello sirve para asegurar que la sociedad entienda, sobre todo sus “adversarios”, que el cambio es verdadero, o bien para establecer las condiciones de la irreversibilidad por medio de la concentración del poder en Palacio Nacional.

Esta metodología de gobierno implica altos riesgos que el Presidente subestima. Desde el ángulo sistémico, la concentración del poder y la cancelación del federalismo regresarán al país a la presidencia imperial contra la que él supuestamente luchó durante tantos años. Un presidente omnipresente y omnipotente derivará en mayor corrupción, menor democracia y menor inclusión. Por el otro, el ánimo de todo cambiar, de destruir toda institución del pasado “neoliberal” no sólo anula el crecimiento, sino que amenaza los derechos y bienestar de incontable número de mexicanos, muchos de los cuales votaron por Andrés Manuel y en quien cifran aún esperanzas.

El Presidente subestima sobre todo este segundo riesgo. Parece convencido, en su visión negativa, de la estoicidad del mexicano acostumbrado a que no haya crecimiento, ni a tener servicios públicos de ningún tipo, ya que en el pasado lo único que había era corrupción.

El Presidente tiene ya un flanco izquierdo abierto y que profundizó este fin de semana al maltratar a la marcha por la paz y otro de centro derecha derivado de cancelar el crecimiento, que pudieren acabarle costando en las urnas en 2021. A ello se suma la obsesión de todo cambiar y recentralizar el poder y el gasto en el sector salud que tiene ya un alto costo en el bienestar de las familias y muestra la incompetencia del gobierno.

Es evidente que no pocos gobernadores abusaron de las transferencias del presupuesto de la federación (PEF) para gasto en salud, en particular en el ámbito del Seguro Popular. Sin embargo, cancelarlo y sustituirlo con el Insabi sin tener todos los elementos e infraestructura bajo los argumentos de que había corrupción (indispensable perseguir y erradicar) y que era una herencia de Felipe Calderón, y hacerlo sin considerar los costos y los derechos de los pacientes y sus familias, es mala política pública y aun irresponsable.

El establecimiento del Seguro Popular partía de la corrección de una injusticia que perjudicaba a la mayoría de los mexicanos sin acceso a instituciones de seguridad social por estar en la informalidad. Bajo las reglas del IMSS y el ISSSTE, las contribuciones de trabajadores y patrones eran complementadas por transferencias del PEF por cada cuentahabiente. Estas transferencias per cápita eran a todas luces injustas, ya que los mexicanos más pobres, fuera del sector formal, y con ello del IMSS e ISSSTE, no eran sujetos de ellas. Alguno quizá argumente que muchos de ellos no pagan impuestos y por tanto las transferencias eran justas. Esto es falso, ya que los inscritos en el seguro popular pocas veces tienen suficientes ingresos para tributar renta y pagan IVA en muchas transacciones, además del derecho a la salud consagrado en el artículo 4 de la Constitución.

No obstante, considerar el derecho a la protección a la salud como absoluto termina cancelándolo por su imposibilidad (nadie está obligado a lo imposible, ni siquiera los gobiernos). Proveer de buena salud y prevenir las enfermedades cuesta, la gratuidad en los hechos no existe. Es por ello que el sistema de seguridad social formal está fondeado por contribuciones tripartitas y que el gobierno correctamente aprieta las tuercas para evitar su elusión y evasión. Lo mismo sucede con el seguro popular y con el Insabi. En ningún caso puede considerarse que los servicios de salud y las campañas y estrategias de prevención se lleven a cabo sin costo.

Los hogares mexicanos tienen una de las participaciones más altas en el mundo en materia de gasto de salud de bolsillo, cercana a 50%. Es decir, a pesar de la existencia de los sistemas de seguridad social y la gran expansión del Seguro Popular, las familias sufragan directamente la mitad del gasto en salud. El esquema de co-pago no es una mala práctica, pero utilizado como hasta ahora tiene un elemento perverso. En la mayoría de los casos el sistema de salud termina ofreciendo de manera casi gratuita los servicios de primer o segundo nivel, que son los menos onerosos para los pacientes, pero no ofrece, en los hechos, la atención gratuita para los padecimientos de tercer nivel que cuestan mucho más.

Desde el punto de vista de justicia, eficiencia y finanzas públicas sería más lógico que en la atención de primer nivel hubiere co-pago para las visitas cotidianas y el remedio de padecimientos sencillos, pero que la gratuidad parcial escalara con la complicación de la enfermedad hasta llegar a la gratuidad (en el sentido de que los sistemas de seguridad social absorban el costo total, no de que éste no exista) para los casos más complejos de tercer nivel, catastróficos para las familias. Es decir, hay que invertir la pirámide de co-pago para que los pacientes asuman parte del costo para padecimientos sencillos y lo eviten para los más onerosos.

Si se opta por la gratuidad absoluta que promete AMLO habrá menos servicios y cobertura para los que menos tienen y están fuera del sector formal, se tendrá una política de salud excluyente, quizá contrario al mandato de la Constitución.

Twitter: @eledece

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