Llegué a Washington D. C. el sábado dos de noviembre, justo en el Día de los Muertos, cuando un grupo de latinos celebraba a los pies del Monumento a Washington con un concierto de música en español.

Curiosa la metáfora de la vida y la muerte. Visto en retrospectiva, aquellas personas con el rostro de catrina que bailaban ante el obelisco parecían una especie de ofrenda, un altar a la muerte de la democracia liberal, al menos de la democracia liberal tal como la conocíamos en Occidente.

En la víspera de la elección del martes, recorrí la Plaza Lafayette, a unos pasos de la Casa Blanca, donde un grupo de etíopes se reunía para protestar contra la violencia en su país. Sin embargo, la atención se la roba una mujer afroamericana con un gran letrero en contra de Trump, al que considera un dictador, y opina que, si gana la elección, sería el inicio de una especie de dictadura global.

Un joven blanco se acerca a los periodistas que conversamos con la mujer anti-Trump y pide, con educación y respeto, dar su punto de vista. Él considera al republicano como el Godfather, el padrino de la patria misma, un ejemplo en todo sentido: empresario, guerrero y hombre justo. Quiere que sus hijos crezcan en un país donde rijan sus principios.

¿Cuáles principios? Al parecer, especialmente el del respeto a la familia tradicional. Le molesta la imposición de la agenda LGBTQI+, las infancias trans, el discurso “progre” que siente impuesto, forzado. Dice que no tiene nada en contra de los grupos de la diversidad, ni contra los negros, ni contra los latinos, ni contra nadie, pero le aterra que los pilares de la familia tradicional se desmoronen.

En el National Mall, el emblemático corazón de Washington, un hombre convive con su esposa y su pequeña hija de unos siete años, mientras en su camioneta ondean una bandera gigante de Estados Unidos y una de Trump. Accede amablemente a hablar conmigo y, a mitad de la entrevista, un tipo —como diríamos en México— le mienta la madre: “¡Fuck Trump! ¡White trash!”.

El hombre busca de inmediato a su hija, que juega con un monopatín eléctrico por el parque. La niña no sufrió ni se dio cuenta de nada. Él se siente discriminado; dice que no es violento ni el malo de la historia, que tiene derecho a expresar su punto de vista y que no está de acuerdo con la inmigración ilegal ni con el discurso “progre” de derechos sexuales, que considera ultraliberal.

Pero del otro lado, todos se sienten seguros de que Kamala Harris ganará de forma aplastante. Son voces de la élite, de la academia, de la burbuja política de Washington, de las plumas infumables de la comentocracia, los que siguen pensando que Estados Unidos se limita a Pennsylvania Avenue y Georgetown.

Poco a poco sus rostros se llenan de estupefacción. No lo pueden creer; se sienten deprimidos, traicionados por su propia patria. ¡El problema de Estados Unidos son los gringos!, esos malditos ignorantes que no entienden de derechos de tercera y cuarta generación ni de macroeconomía; esos ignorantes, esos rednecks de la América rural que ahora han definido el destino del mundo libre.

Las encuestadoras volvieron a equivocarse, los expertos volvieron a fallar. Nos fuimos a dormir sabiendo el resultado. El contraste de las caras largas resalta nuevamente en Lafayette Square. Es medianoche, ya es seis de noviembre, y un grupo de cristianos carga una cruz llena de focos. Me acerco a uno de ellos para preguntar: “¿Qué opinas de la elección?”. El hombre no sabe que ha ganado Donald Trump, y cuando se lo informo da un grito de alegría: “Recé a Jesús por esto”, me dice.

Es una paliza. Trump ha ganado el voto popular y el del Colegio Electoral. Votaron por él unos 72 millones de estadounidenses, casi seis millones más que Kamala Harris. También tiene el Senado y, seguramente, la Cámara de Representantes, así como la Corte.

Sí, por algo había calaveritas bailando a los pies del Monumento a Washington; algo huele a podrido porque algo muy grande ha muerto.

@LuisCardenasMX

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