En las universidades confiadas a la Compañía de Jesús, formamos a nuestros alumnos y alumnas en la convicción de que los derechos humanos son esenciales en una sociedad democrática. Insistimos en que, a partir de la reforma constitucional de 2011, esos derechos han quedado al centro de nuestro ordenamiento jurídico y deben, por ello, ser promovidos, respetados, protegidos y garantizados por todas las autoridades. Recalcamos, además, que nuestros egresados y egresadas deben procurar contribuir, en sus ámbitos profesionales, a que la brecha entre la promesa constitucional de derechos humanos para todos y todas y la realidad que viven las mayorías excluidas en México, se vaya cerrando.

Para que esa convicción perdure, después de que las y los estudiantes se confronten con un duro mundo en el que el Estado de Derecho sigue siendo un anhelo inalcanzable para muchas personas, importa que el discurso y la práctica de las y los actores políticos refrende que la enseñanza que brindamos exprese un mínimo acuerdo compartido sobre el país que queremos, más allá de nuestras legítimas diferencias.

Cuando esto no ocurre —es decir, cuando la cultura de los derechos humanos, de la democracia y la legalidad no son introyectadas en el debate público—, las universidades debemos señalar estos desfases y reiterar nuestro compromiso con la construcción de un país de instituciones sólidas puestas al servicio de la protección de la dignidad humana. Las instituciones jesuitas, en lo particular, encontramos una de nuestras señas de identidad en ser portadoras de esta voz.

Como abogado, defensor de derechos humanos y jesuita, pienso en estas consideraciones de cara a las importantes discusiones que hemos tenido esta semana en México. Por un lado, optar por la dignidad humana obliga a cuestionar la figura de la prisión preventiva oficiosa. El encarcelamiento de una persona es tan gravoso para dicha persona y para sus familiares, como para reivindicar la necesidad de que las y los jueces puedan en cada caso, atendiendo las particularidades, ponderar si es indispensable adoptar esa medida. Cada caso es distinto y merece un análisis específico. Lo sé porque he estado en las cárceles mexicanas, tristemente llenas de personas en situación de pobreza.

Por otro lado, elegir los derechos humanos supone también alertar sobre los riesgos inherentes a la militarización de la seguridad pública. Sin duda, queremos un país menos violento y comunidades seguras. Los propios jesuitas hemos vivido las consecuencias de la violencia imparable, como lo muestra el asesinato de nuestros dos hermanos en Cerocahui, Chihuahua, hace apenas dos meses. Pero la paz y la seguridad sólo la alcanzaremos con justicia, respeto a los derechos humanos y estrategias complejas. Apostar a que una Guardia Nacional militarizada resolverá nuestros problemas es arriesgado: las consecuencias asociadas a seguir priorizando al sector castrense sin contrapesos civiles robustos, pueden generar distorsiones profundas en nuestra maltrecha democracia. Conviene más, como se ha dicho, respetar el diseño previsto en el artículo 21 Constitucional, fortaleciendo las policías civiles y al sistema de justicia. Así lo ha propuesto, en un reciente comunicado, el Sistema Universitario Jesuita que conformamos todas las instituciones de educación superior confiadas a la Compañía; y también lo han sugerido nuestras Obras Sociales que hacen una importante labor, como el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez.

Vivimos tiempos difíciles. De polarización y estridencia, más que de concordia y reflexión honda. Fieles a nuestra identidad, las universidades jesuitas seguiremos llamando a que tengan lugar procesos de deliberación pública profundos y discernidos, con reflexión, análisis y sin urgencias. Desde luego, también haremos oír nuestra voz, serena pero firme, para defender el país de derechos y en paz, que está aún por construirse, y que en nuestras aulas promovemos con tanta convicción como esperanza entre nuestro alumnado.

Rector de la Universidad Iberoamericana

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