Como Rector de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México, acudí el pasado 20 de junio a Cerocahui, en la Sierra Tarahumara de Chihuahua, para participar en la conmemoración del segundo aniversario del asesinato de mis hermanos Javier Campos y Joaquín Mora, quienes perdieron la vida en compañía del joven Paul Berrelleza y el guía de turistas Pedro Palma.

Por caminos maltrechos, recorrí junto con mis compañeros de la Ibero Puebla y del Centro Pro de Derechos Humanos la distancia que media entre la capital del Estado y esta pequeña comunidad. Se trata de una distancia que, más que de kilómetros, sigue siendo —lamentablemente— una de falta de acceso a oportunidades y a la garantía de los derechos. Y es que la precariedad en que viven los pueblos originarios de la región resulta apabullante, en contraste con la belleza de las Barrancas del Cobre que nos remiten al misterio y la inmensidad de nuestra amenazada Casa Común.

En Cerocahui palpé el profundo impacto que este acontecimiento tuvo en la comunidad, especialmente porque ésta vio trastocado un límite que incluso en el entorno de violencia generalizada se había respetado. Nunca antes había ocurrido que dos curas octogenarios que dedicaron su vida a servir a los más pobres fueran asesinados dentro de un templo. Escuché, por ello, relatos que aún muestran el temor y la vulnerabilidad.

También caminé dentro de nuestra Iglesia y estuve en el altar donde cayeron los cuerpos de estos jesuitas ejemplares. Ahí permanecí un momento en silencio, imaginando cómo esos cuerpos fueron inhumanamente sustraídos y después desaparecidos, como tanta gente en México, por casi dos días.

En mi estancia también vislumbré la resiliencia del pueblo rarámuri que, como escribiera mi hermano Pedro de Velasco, S. J., danza para no morir. Contemplé, como nos invita San Ignacio, cómo ellas y ellos velaron toda la noche a sus padres con danzas circulares que remiten a los ciclos de la vida comunitaria y su cohesión. Admiré también la fortaleza de mis hermanos, los jesuitas de la Tarahumara, que decidieron no salir de la región y que siguen dando un servicio indispensable a la gente. Esto lo hacen no sólo en el servicio de la fe, sino también en la promoción de la justicia, con proyectos de acceso al agua y a la salud en la clínica Santa Teresita; o bien con denuncias proféticas por las injusticias seculares, como las que acompaña desde hace décadas Javier “Pato” Ávila, S. J.

Pese al impacto de la violencia, es en esa resistencia de las comunidades indígenas donde aún podemos encontrar esperanza. Esperanza que también se encuentra en el testimonio de vida de quienes entregan todo acompañando a los más vulnerables, corriendo incluso el riesgo supremo de nuestra vocación al que aludía el padre Arrupe.

Cerocahui sigue siendo una herida abierta porque los asesinatos duelen. Porque la Sierra no está pacificada; porque hubo ajusticiamiento, no justicia. Porque en el país hay muchas regiones en las que ha avanzado el control territorial de la gobernanza criminal. Pienso, por poner sólo un ejemplo, en mis hermanos de Frontera Comalapa, quienes siguen con la gente en condiciones adversas.

En este contexto, la inminente renovación de la administración pública federal abre una oportunidad para que realidades como ésta sean atendidas y escuchadas de mejor manera. Queremos que con ello se activen también gobiernos estatales que tampoco han estado a la altura. Para que los llamados de atención desde las regiones no se encuadren como ataques políticos sino como denuncias legítimas; para que ante las situaciones de violencia no sea el despliegue militar la única respuesta. Para que se generen políticas regionales que tomen en cuenta las condiciones locales y no sólo la visión del centro. Para que la reversión de la impunidad, en fin, se ponga al centro; algo que sólo se logrará con fiscalías fuertes y no con tribunales partidizados.

Lo acontecido el 20 de junio del 2022 nos dejó una sensación de incertidumbre y perplejidad. Sin embargo, el dolor, más que paralizar, debe movilizar. Por eso, en este segundo aniversario no sólo conmemoramos la muerte de los padres jesuitas, sino que realizamos un itinerario espiritual que lleva a la acción. La efeméride es un llamado a aproximarnos al pasado para iluminar el presente y fortalecer, desde ahí, la esperanza que se asoma hacia el futuro. Porque esperar, para nosotros y nosotras, no implica adoptar una actitud de pasividad, sino acatar una exigencia de acción. Como dijo Ernst Bloch, abrazar la esperanza es aprender a posicionarnos sobre el miedo para atrevernos a actuar.

Desde Cerocahui aún surge una interpelación que, como nación, no debemos ignorar. Hago votos para que todas y todos los mexicanos, en unidad, sepamos escucharla.

Rector de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México

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