La elección del pasado domingo anuncia el fin del régimen político tal y como lo conocemos hasta ahora. La consolidación de la democracia como forma de vida, con contrapesos claros, con transparencia, con igualdad y con rendición de cuentas nunca llegó. El régimen que se perfila ahora no es, como han dicho algunos, el retorno al de partido hegemónico que gobernó México durante más de 70 años con instituciones incapaces de erradicar la corrupción. El que se anuncia frente a nuestros ojos es un animal distinto: es jerárquico, centralista, popular, militarista y con un liderazgo que estará formalmente fuera de la silla presidencial, pero presente en la refundación constitucional autoritaria. Es un régimen que tendrá que enfrentar problemas graves tanto en el sector salud y educativo como en el de seguridad y garantía de un Estado de derecho. Todo esto con menos holgura financiera y menos capacidades administrativas. A esta fórmula hay que agregar el control territorial del crimen organizado que ya opera de facto como un Estado paralelo, con su dolorosa estela de desaparecidos.
Claudia Sheinbaum llega a la Presidencia con la incontestable legitimidad de más de 33 millones de votos. La mejor noticia es que después de un largo recorrido a favor de la paridad, al fin una mujer ocupará este cargo. Sin embargo, esto no garantiza de manera automática que habrá mayor equidad, mayor diálogo y menor violencia en el país. No garantiza la adopción de una política pública de cuidados, ni un diálogo plural, ni una agenda socialdemócrata que es lo que la mayoría del país espera. La candidata electa no comparte el diagnóstico de la crisis de derechos humanos que se vive en México, ni tampoco considera que existe el militarismo, muy a pesar de que las fuerzas armadas siguen acumulando presupuesto y funciones administrativas sin rendición de cuentas.
Pensar a estas alturas en un conteo que revierta la enorme diferencia de 32 puntos es negarse a entender la realidad. Afortunadamente, la ley contempla los mecanismos institucionales necesarios para verificarlo. Una vez terminado el cómputo, los partidos políticos perdedores tendrán que hacerse cargo de que para ganar una elección hace falta ideología, militancia, campaña y proyecto de país, algo más ambicioso que el rechazo y la movilización de ocasión. Se reconfigurará un sistema de partidos con menos jugadores, pero mayor claridad de agenda.
Lo que ahora está en juego es el respeto a la voluntad expresada en las urnas y que sean las autoridades electorales las que constaten y validen el ejercicio del voto, no los partidos políticos, no los medios de comunicación, ni mucho menos la Secretaria de Gobernación. Esto aplica para todos y en particular para Jalisco, una de las escasas gubernaturas en las que ganó Movimiento Ciudadano.
Después del 2 de junio, Morena y sus aliados gobernarán 24 entidades de la República. A partir de una distorsión derivada de las coaliciones partidistas, Morena y sus aliados, pretenden hacerse de la mayoría calificada en la Cámara de diputados y quedarse a tres escaños de la mayoría calificada en el Senado. El porcentaje de votos emitidos por fuerza política no refleja esta realidad. La Constitución (artículo 54) establece límites claros a la sobrerrepresentación y con ello ningún partido político puede contar con un número de diputados que representen un porcentaje mayor a ocho puntos porcentuales a la votación nacional emitida. Existen además criterios que limitan la sobrerrepresentación y verifican la afiliación efectiva de los candidatos al momento del registro de la candidatura. Impedir la burla a la norma y garantizar que todas las voces cuenten, será la única vía de que todos los votos cuenten y que el Congreso “sea el espejo de la nación”.