Hace mucho que las organizaciones de la sociedad civil organizada —con y sin registro formal— con causas sociales legítimas y urgentes para el país, recibieron un portazo en la cara por parte de la Presidencia de la República. Desde la emisión de la famosa circular número 1 en la que el Presidente prohibió a los miembros del gabinete legal y ampliado transferir recursos del presupuesto federal hacia alguna organización social, civil, sindical o del movimiento ciudadano por considerar que la intermediación de éstas origina opacidad y corrupción, inició una historia de desencuentros.

En 2020, cuando se decretó formalmente la aparición de la pandemia por el coronavirus, varias organizaciones vieron su trabajo seriamente afectado. El confinamiento obligado, la cancelación de eventos, la falta de infraestructura y la reducción de financiamiento, mermó la sostenibilidad de un alto porcentaje de ellas.

El sector no lucrativo es débil en México y posee un marco normativo obsoleto y punitivo. Y aún así, los avances democráticos más importantes de los últimos años se deben al trabajo impulsado desde y con la sociedad. La pluralidad política, la realización de elecciones limpias y competitivas, el reconocimiento de derechos de los pueblos indígenas, la paridad de género, el derecho de acceso a la información y el surgimiento de instituciones fundamentales para la democracia no se entenderían sin el trabajo de distintos grupos de la sociedad civil.

Sin perseguir fines de lucro, las organizaciones de la sociedad civil deben de autogenerar el 85 por ciento de los ingresos que necesitan para desarrollar sus actividades. Las donatarias autorizadas entendidas como aquellas organizaciones sin fines de lucro que persiguen objetivos de mejora social y que no tienen como fin la obtención de una utilidad. Las que tienen la posibilidad de constituirse como tales son apenas poco más de 9 mil 590. Estas generan en promedio 79.1 por ciento de sus ingresos y el porcentaje restante viene de apoyos externos.

Pues bien, a contracorriente del sentido común y en plena crisis social por la pandemia, en diciembre de 2020 se concretó otro golpe a la sociedad civil a través de una reforma a la Ley del Impuesto Sobre la Renta. Bajo el pretexto, explicado por Raquel Buenrostro, de que varias de ellas “funcionan como factureras para evadir impuestos” se limitó la posibilidad de realizar y comprobar gastos en zonas rurales en donde es imposible obtener facturas digitales y se penalizó con la posibilidad de perder el registro si reciben un monto superior al 50 por ciento por actividades distintas a las que fueron autorizadas. De igual forma quedó establecido que el SAT puede revocar la autorización conforme a disposiciones fiscales totalmente discrecionales.

A estas medidas hay que agregar la estigmatización del Presidente de la República al trabajo que realizan varias de ellas. Las ha tachado de adversarias y de obedecer a intereses extranjeros. En un contexto de exacerbada violencia, la falta de diálogo, la ineficiencia del Estado y la ausencia de esfuerzos comunes, ha dejado más pobreza, más violencia y más corrupción.

La disposición recién aprobada que elimina el ya de por sí limitado incentivo fiscal del siete por ciento a los donativos realizados por personas físicas a las organizaciones de la sociedad civil retrata a un gobierno que prefiere clientelas pobres y dependientes a ciudadanos libres, organizados y exigentes. En el mapa global de monitoreo de espacio cívico, CIVICUS clasifica a México como un país reprimido, pero en movimiento dadas las condiciones en las que se buscan ejercer las libertades de asociación, expresión y de reunión libre y segura. Por eso y a pesar de todo “que nada nos limite, que nada nos defina, que nada nos sujete. Nuestros lazos con el mundo nosotros los creamos. Que la libertad sea nuestra propia sustancia”.

Coordinadora de la Red por la Rendición de Cuentas.
@louloumorales