A finales del 2023, solo el ocho por ciento de la población del mundo vivía bajo un régimen democrático mientras que en 42 países se detectaba un proceso de “autocratización” según el Informe sobre Democracia del Instituto V-Dem ubicado en Suecia. Cuando se piensa en autocracias, es imposible no pensar en personajes que llegaron al poder mediante golpes de Estado, gobernando con la fuerza de las balas y vulnerando derechos fundamentales. Sin embargo, la autocracia de hoy en día tiene distintas caras y en su mayoría, se legitima a partir del apoyo real o sesgado, cuando se viola la integridad electoral, de las urnas.
Las autocracias no permiten el pluralismo político, el diálogo o la movilización ciudadana. Consiste en el ejercicio del poder sin supervisión ni límites por parte de una persona o grupo. Al momento del último informe sobre democracia de ese instituto, México era considerado una democracia electoral. Todavía contábamos con alguna división de poderes y con instituciones que, aunque imperfectas, eran capaces de hacer exigibles derechos fundamentales.
Con la confirmación esta semana de la reforma al poder judicial, se concreta el desmantelamiento de la carrera judicial y prevalece gran incertidumbre sobre cómo se accederá y se ejercerá justicia. Sin duda, se configura un nuevo régimen más autoritario, más soberbio y más militarizado. Uno que se nutre del odio, la intolerancia y el miedo. Uno que premia la lealtad y el acuerdo político sobre la capacidad o el mérito. Uno que prefiere la imposición al diálogo.
En estas circunstancias, aspirar a la existencia de un auténtico Estado de derecho parece imposible. Y sin embargo, es necesario imaginar una vía de resiliencia democrática, es decir, una forma de prevenir o reaccionar de manera pacífica pero contundente frente a los abusos de poder. Si la resiliencia es la capacidad para adaptarse o superar traumas, situaciones adversas, tragedias o amenazas; la resiliencia democrática significa resistir, registrar y trabajar hacia la construcción al menos de espacios de convivencia y paz.
Visto como agenda, el último índice de Estado de derecho del World Justice Project nos habla de las fortalezas y debilidades que existen en el mundo y en México. A nivel global, desde el 2016, el 81 por ciento de los países han vivido un deterioro en el ejercicio de derechos fundamentales. Entre estos se encuentran: la libertad de expresión, la ausencia de discriminación, el derecho a la vida y la seguridad, el debido proceso legal, el derecho a la privacidad, la libertad religiosa, la libertad de asociación y los derechos laborales.
Este deterioro puede ayudar a comprender por qué la ciudadanía prefiere mayoritariamente gobiernos de mano dura encabezados por personas que aparentemente provienen de afuera del sistema tradicional de partidos, que prometen solucionar una vida de exclusión e injusticia.
En países con fuertes desigualdades como México, los factores considerados para la existencia del Estado de derecho, retroceden casi en su totalidad. Los más preocupantes son la debilidad de los límites al poder gubernamental y el fracaso en el control de la corrupción. En este rubro ocupamos los últimos lugares de América Latina. La puntuación más baja está en la ausencia de corrupción en el legislativo. El vigilante libre de vigilancia. En contraparte, los mecanismos alternativos de resolución de conflictos imparciales y efectivos presentan mucha mayor fortaleza que el acceso general a la justicia civil o penal.
Tristemente, el mejor puntaje está en los mecanismos de gobierno abierto y las vías de transición en el poder, es decir, en la capacidad de organizar procesos electorales confiables y en mecanismos de apertura de información con participación ciudadana en el uso de los datos públicos. Esta medición se hizo antes de las reformas que están en curso. Me temo que con las reformas en curso nos alejaremos más de un Estado de derecho pero tendremos más claridad sobre el reto hacia la resiliencia democrática.
Investigadora de la UdeG
@louloumorales