El huracán Otis que azotó sin piedad las costas de Guerrero, nos recuerda otros momentos de emergencia generados por la furia de fenómenos naturales. Al igual que en otros desastres, las redes de solidaridad se han manifestado en colectivos, organizaciones humanitarias como la Cruz Roja, Universidades y asociaciones que han buscado que la ayuda llegue lo más pronto a quien más lo necesita. Sin embargo, a diferencia de otras crisis, las fallas de coordinación entre los distintos órdenes de gobierno y los inexplicables vacíos de información, han mostrado, las condiciones de una sociedad que lleva décadas funcionando sin Estado.

Solo así se entiende la respuesta tardía del gobierno estatal y federal, la rapiña libre —no tan espontánea— hacia distintos comercios del puerto de Acapulco y las contradicciones entre la información y la acción pública.

A estas alturas ya se sabe que México vive bajo el acecho de una intensa actividad sísmica y volcánica. Los riesgos por erupciones, ciclones y maremotos están ahí y han aumentado en las últimas décadas por el cambio climático y por la voracidad de una industria que capitaliza sin respetar manglares, fauna, desigualdad social y reglas mínimas de impacto medioambiental. Por eso cualquier administración debe contar con una política de prevención que refleje capacidad instalada y recursos presupuestarios suficientes. Para eso, precisamente se creó el fideicomiso del Fondo de Desastres Naturales cuya naturaleza permitía el acceso a recursos más allá del término de un año fiscal o de una administración gubernamental y que contaba con una bolsa por 30 mil millones de pesos. Algo muy distinto al limitado programa que hoy existe. Las fallas en la gestión del Fonden y los desvíos registrados en su fiscalización requerían mejoras y rendición de cuentas más no su eliminación.

Se sabe que cuando una tragedia de este tipo azota a una población, asoman la cabeza los buitres de la reconstrucción. Estos se manifiestan con fraudes, desvío de fondos, sobreprecios, sobornos, engaños y opacidad en el manejo de las fuentes y destino de los recursos.

Aunque con otra magnitud mucho mayor de pérdida de vidas e infraestructura, el terremoto y tsunami de 2004 en el Océano Índico es uno de los casos que más ha evidenciado cómo el desorden y la falta de información son la combinación perfecta para la corrupción. A pesar de las carretonadas de dinero que se destinaron por parte de agencias internacionales, dos años después del desastre, solamente se había logrado el 28 por ciento de la reconstrucción.

Las respuestas humanitarias suelen contar con una fase de emergencia inmediata cuya prioridad es salvar vidas, recolectar información y restaurar servicios básicos. En una segunda fase, de mediano y largo plazo, se busca invertir para reconstruir la infraestructura y buscar un desarrollo sostenible.

A más de una semana del paso de Otis, no se ve ni liderazgo, ni coordinación, ni comunicación, sobre una estrategia —con recursos humanos y financieros suficientes— capaz de sacar adelante a Guerrero. La tragedia que están viviendo muchas familias, no solamente de la Costa sino también de la Montaña, sucede desafortunadamente al término de una administración federal cuya prioridad son los votos por encima de las necesidades por una emergencia.

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