La salud de los gobernantes ha sido desde siempre un tema de interés para la ciudadanía. La idoneidad para dirigir un país proviene de las habilidades o del carisma ratificados en las urnas pero también, diría Maquiavelo, de la capacidad de ser “astuto como un zorro para evadir las trampas y fuerte como león para espantar a los lobos”.
Para evitar toda muestra de debilidad y poder sortear usurpaciones, a la enfermedad se le oculta, se le niega o se le minimiza. Es famoso el episodio del presidente norteamericano Grover Cleveland quien, en 1893, logró extirparse un tumor cancerígeno a bordo de un yate sin que su tupido bigote sufriera modificaciones capaces de minar su imagen. En 1975, el equipo médico de Francisco Franco evitó la palabra “infarto” y ocultó durante semanas la verdad sobre el estado de salud del dictador hasta su inevitable muerte. En 1996, Claude Gruber, médico de cabecera de François Mitterrand, fue juzgado y multado por publicar un libro en el que probó cómo, desde 1981, el mandatario había ocultado información sobre el cáncer que lo acechaba, falseando sistemáticamente sus reportes de salud.
En México desde el reconocimiento del derecho a saber en 2003, se han hecho solicitudes formales para acceder al expediente clínico tanto del Presidente como de otros funcionarios de alto nivel. Incluso en 2006, frente a los supuestos cambios de ánimo de Vicente Fox, se discutió en el Senado, sin éxito, la posibilidad de eliminar las reservas de información sobre expedientes médicos de funcionarios que ejercieran elevadas responsabilidades de carácter unipersonal. Los intentos por revelar el supuesto alcoholismo de Felipe Calderón se toparon con criterios de confidencialidad. No fue el caso de las solicitudes de información sobre la compra de alcohol de dependencias públicas con cargo al erario, que por ley son públicas.
En 2013, la organización Artículo 19 presentó un amparo para conocer el expediente clínico del entonces mandatario Enrique Peña Nieto. A pesar de la campaña “la salud del presidente es la salud de la nación”, un tribunal ratificó la confidencialidad absoluta de los datos personales.
En la Plataforma Nacional de Transparencia existen registros de al menos 79 solicitudes de información que piden el expediente clínico de funcionarios de alto nivel, pero principalmente del Ejecutivo y sus cercanos. Más de la mitad se han hecho a lo largo de esta administración. En todos los casos, el INAI, órgano que tutela el derecho a saber y que para esta administración “no sirve de nada”, ha ratificado el derecho a la privacidad de todos, incluidos los poderosos.
Paradójicamente, esta semana, la ministra Loretta Ortiz negó la suspensión solicitada por el órgano de transparencia para que este pudiera sesionar de manera temporal con cuatro comisionados. Esto frente a la incapacidad del Senado para designar a los tres integrantes faltantes aún y cuando está en desacato por la resolución de un juez. Queda el recurso de reclamación y los amparos que ciudadanos interpongan por no ejercer el derecho a saber.
En una de las jornadas más vergonzosas de la Cámara de diputados, se otorgaron mayores facultades a las fuerzas armadas, la institución más opaca del país. Si el Senado no cumple su mandato en sentido amplio, el control del espacio aéreo, la operación del Tren Maya, el uso del 80 por ciento de los ingresos turísticos a través de un fideicomiso opaco y la participación sobre las decisiones en Ciencia y Tecnología se hará sin rendición de cuentas. Los responsables de los rumores, las filtraciones y los hackeos tienen sello político. Que nadie se llame a engaño.
Investigadora de la UdeG