Hay silencios que marcan. Silencios que ponen la piel de gallina. Silencios que preceden el anuncio de una mala noticia. Silencios que convocan y silencios que destrozan. Hay pocas cosas tan ensordecedoras como el silencio, decía el poeta Mario Benedetti.
La ceremonia del grito de este 2020 sucedió en una plaza vacía, sumergida en la oscuridad de las voces que no están. Un silencio a la vez estremecedor y necesario.
El silencio evoca el duelo por los más de 70 mil muertos que ha dejado la pandemia en México. El de los más de 12 millones de desempleados que no están en el guión oficial de programas sociales. El de mil 320 médicos, enfermeras y personal de salud para quienes no hay una política que garantice condiciones seguras de trabajo. La tasa de mortalidad más alta del mundo en el sector médico, según Amnistía Internacional. Ahí están los verdaderos héroes que nos dan patria.
Hay, en contraste, silencios que indignan. Que son ominosos. Son los silencios patriarcales que niegan la desigualdad entre mujeres y hombres. Silencios cómplices del feminicidio. Silencios que son semilla y motor de la lucha feminista. Y por ello, ese silencio es confrontado con enojo. Desgarrado como lo vimos, por la protesta Antigrita en distintas sedes de la CNDH. Una institución que se ha vuelto irrelevante. Silencio quebrado por mujeres que se niegan a ser invisibilizadas. Mujeres que hacen ruido. Amarrándose a una silla. Ocupando oficinas. Resistiendo desalojos. Exigiendo a gritos una justicia que no llega a la hija violada, al hijo asesinado, a la hermana desaparecida.
Silencio roto por los cantos de Sin miedo, de Vivir Quintana: “A cada minuto de cada semana, nos roban amigas nos matan hermanas, destrozan sus cuerpos, los desaparecen, ¡No olvide sus nombres, por favor, Señor Presidente!.
Finalmente, hay silencios que se extrañan. Palabras que salen sobrando. Que siembran odios e intolerancia. Que envenenan poco a poco el aire de nuestra frágil democracia. Ese silencio se extraña cuando desde el poder, se estigmatiza a un medio de comunicación llamándolo “pasquín inmundo” o cuando un funcionario, desde una posición privilegiada, invita al exilio a quien opina distinto.
Estas declaraciones están lejos de ser inocentes. Resultan excesivas y desafortunadas en un país en el que cada diez horas se agrede a un periodista. Un país en el que, según la organización social Artículo 19, 15 periodistas han sido asesinados en lo que va de la administración. Muchas de estas agresiones son alimentadas por funcionarios que se resisten al escrutinio público y que utilizan el aparador de su cargo para descalificar.
El uso del discurso de odio para cosechar ganancias políticas puede degenerar en crímenes y atrocidades. Los totalitarismos de otros tiempos nos lo han enseñado. Ese discurso amenaza las normas básicas de la convivencia. Vuelve osado algo tan básico como opinar, disentir y escuchar al otro.
En el espacio público, las palabras debieran nutrirse de la prudencia aristotélica, virtud y hábito del entendimiento. Sin diálogo no podremos construir el país de igualdad y derecho que necesitamos. Sin pluralidad de voces, tendremos la plaza vacía y el dolor del silencio.