La LXV legislatura inicia sus funciones con un listado ambicioso de reformas dentro de las cuales destaca la político-electoral. Como si fuera consigna de los partidos políticos, cada vez que se conforman nuevas mayorías, nace la tentación de modificar acuerdos y generar nuevas reglas. Las nueve reformas político-electorales realizadas en el país en los últimos 40 años han respondido a exigencias ciudadanas de democratización del sistema político, de mejora en la calidad de la representación y de garantías para la realización de procesos electorales creíbles, equitativos y confiables. La desconfianza mutua entre partidos y entre gobierno y ciudadanos ha generado un modelo sobrerregulado, excesivamente vigilado, imbricado y costoso. Y, sin embargo, es este diseño el que ha permitido alternancias y transiciones diversas.
Desde el inicio de este gobierno, la discusión sobre un nuevo diseño político-electoral ha estado sobre la mesa. Sin embargo, a diferencia de otros momentos políticos, en esta ocasión, el órgano electoral nacional no ha perdido credibilidad sobre su capacidad de organizar y garantizar elecciones limpias. No hay una movilización ciudadana en contra de algún resultado electoral. Tampoco existe un riesgo de ingobernabilidad por seguir rigiéndonos bajo el modelo existente. Y aun así, existen problemas graves como el de la corrupción en campañas electorales, el de la impunidad con la que se amenazan o matan adversarios políticos y la intervención del crimen organizado en procesos electorales. Estos temas urge resolverlos o al menos discutirlos.
Hasta junio de este año se habían presentado en el Congreso 453 iniciativas de reforma político-electoral. A este grupo de iniciativas hay que añadir el último proyecto del Grupo Parlamentario de Morena. Lo que se desprende de la lectura del conjunto de iniciativas es que se ha decidido ignorar al elefante en el cuarto. Y lejos de resolver los problemas más graves, proponen modificaciones que pueden agravar aún más los problemas existentes. Las iniciativas coinciden en temas como: la garantía de derechos políticos de las mujeres, la inclusión política de pueblos indígenas, el voto electrónico, la reducción del financiamiento público de los partidos políticos, la mejora de la participación política de los jóvenes y la existencia de nuevos instrumentos de participación ciudadana como los presupuestos participativos y los comités ciudadanos para el control de la función pública. Bien instrumentadas, todas estas medidas ayudarían a la pluralidad y a la mejora de la calidad democrática.
Sin embargo, el corazón de la reforma gira en torno a la reducción, renovación y lobotomización de las instituciones electorales, es decir, en el control político del árbitro. Sin una razón precisa, más allá de la animadversión hacia dos consejeros y magistrados electorales, se pretende renovar la composición tanto del consejo electoral como del tribunal electoral para contar con consejeros y magistrados a modo. Para ello, se busca, por ejemplo, eliminar la figura del Comité Técnico cuya finalidad ha sido establecer criterios y perfiles de los aspirantes a consejero electoral votados por el Congreso, establecer una presidencia rotativa y prohibir que se emitan reglamentos o interpretaciones frente a omisiones legislativas. La propuesta confirma el reparto de parcelas políticas lo cual equivale a la pérdida de neutralidad y obliga a que los seleccionados “se la deban” a sus fracciones parlamentarias. Esta es la verdadera urgencia detrás de la reforma, antes de que llegue el 2024 y el país requiera de elecciones libres, competitivas y pacíficas.
Coordinadora de la Red por la Rendición de Cuentas