A estas alturas es obvio que el llamado plan B de la reforma electoral activa cargas de dinamita a los pilares que han permitido no solo la organización de procesos electorales confiables sino la resolución de diferendos por la vía pacífica.
No es ni el ahorro, ni la inclusión de minorías, ni la igualdad, ni mucho menos la eficiencia lo que la inspira. Lo que la fundamenta son prejuicios sin evidencia y lo que se busca de manera abierta y deliberada es la guerra.
La ausencia de debate público en la Cámara de Diputados, la violación de su propio reglamento al momento de aprobarla, la negociación oculta que revivió la “cláusula de vida eterna” —que permite la transferencia inconstitucional de votos a los partidos minoritarios y la ratificación de las malas prácticas de la criticada Ley Chayote pinta de cuerpo entero las razones de una reforma hecha a base de mayoriteos.
Vendrá un periodo de batalla en tribunales en la que sin duda se presentarán amparos, acciones de inconstitucionalidad y peticiones. Esa vía habrá de agotarse hasta el último recurso, pero es una realidad que no será suficiente.
Una tenaza de la pinza con la que se ahorca la democracia tiene que ver con la organización y el ejercicio de la función electoral. Los consejeros electorales describieron con claridad sus preocupaciones: se reduce a su mínima expresión —más del 80 por ciento— el servicio profesional electoral, es decir, personas que ingresaron al órgano electoral a partir de sus aptitudes, que han acumulado experiencia y conocimiento en base al mérito y que son evaluados por su desempeño y no a partir de filias político-partidistas. Se limita la estructura permanente del órgano electoral nacional, es decir, no se contará con personal suficiente para garantizar la credencialización o la capacitación de ciudadanos y ciudadanas sin militancia partidista que habrán de estar dispuestos a dar su tiempo para contar votos. Al compactar los calendarios electorales, se reducen los tiempos para cumplir con una tarea que es central para la credibilidad de una elección pero que los autores de la reforma consideran “engorroso y caro”. En 2021, se tuvieron que nombrar a poco menos de un millón y medio de personas. La tarea de capacitación y supervisión permitió que el día de la jornada electoral, un ejército ciudadano cumpliera con su encargo y que solamente un porcentaje mínimo fuera tomado de la fila.
La idea de compactar el PREP con el cómputo de las elecciones, generará vacíos que podrán ser ocupados por pronunciamientos y descalificaciones. Si algo tenía el PREP era que permitía saber con bastante precisión el rumbo del proceso electoral el mismo día de la jornada. Ahora, esto no será posible puesto que contabilizar los votos de los paquetes de zonas complejas o alejadas, toma tiempo.
Al INE se le amordaza al no permitirle emitir reglamentos o proponer leyes al Congreso. Gracias a esta atribución, el órgano electoral ha zanjado vacíos normativos que hubieran hecho imposible la reelección legislativa o la revocación de mandato, solo por mencionar unos ejemplos.
Lo mismo sucede con el Tribunal Electoral, al suprimir la sala especializada encargada de temas sensibles como propaganda electoral y actos anticipados de campaña se le satura. Solo en 2021-2022 esta instancia albergó más de 14 mil asuntos.
La otra tenaza tiene que ver con el espacio político en el que estamos conviviendo. Los canales para un diálogo posible se encuentran rotos. Es en ese terreno que nos toca construir. Enfrentaremos el incendio, como narró Tácito en sus Anales: “Aunque esas medidas buscaban la popularidad, no alcanzaron su fin, porque se había extendido el rumor de que, en el mismo momento que ardía la Ciudad, Nerón se había subido al escenario que tenía en su casa y se había puesto a cantar la destrucción de Troya, comparando las desgracias presentes, a los viejos desastres”.
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