Hasta hace no más de un cuarto de siglo, solamente una treintena de países contaban con una ley capaz de garantizar el derecho a saber de los ciudadanos. La versión oficial era la única posible en una sociedad obligada a contrastar las palabras con los hechos.

La expresión de la pluralidad política y social por vías democráticas, los tratados de libre comercio con sus correspondientes cláusulas democráticas, las agendas internacionales de combate a la corrupción, las nuevas tecnologías de información y la apertura de un mundo cada vez más interconectado obligó a que al día de hoy 140 países cuenten con principios y estándares de transparencia. Esto no fue una moda: fue una necesidad. Y aunque en algunos países se avanzó más que en otros en la cultura de la divulgación, el secreto en el manejo de los asuntos públicos dejó de ser un hábito.

En México, gracias al derecho a saber, conocemos información fundamental que por ley debe ser generada y publicitada por el gobierno. Los salarios de los representantes, las prioridades contenidas en los presupuestos, las hojas de vida de los funcionarios, el monto y beneficiarios de programas sociales o el contenido de iniciativas de ley que afectan a la ciudadanía son parte del debate y quehacer públicos.

Cuestiones más polémicas como el favoritismo en la asignación de contratos, el nepotismo en la función pública o el origen ilegal de los recursos que se utilizan para financiar campañas electorales son minimizadas por sus protagonistas y desdeñadas por las instancias que debieran sancionarlas, aun y cuando se exhibe la evidencia.

Esto sucede porque la transparencia no es un desinfectante social ni político. Es la llave para ejercer un derecho fundamental: el de conocer. Pero si la conquista de este derecho se creía garantizado ahora está a punto de ser mutilado. Mientras el país enfrenta el mayor desafío en décadas en materia de violencia y ejercicio de derechos humanos, el gobierno insiste en desaparecer al órgano nacional que hace exigible tanto el derecho a saber como el derecho a la privacidad.

En una mañanera, se explicaron los diez pilares de la prevención y el combate a la corrupción sobre los cuales descansará la nueva Secretaría Anticorrupción y Buen Gobierno. En ellos, se esboza el llamado “futuro de la transparencia” el cual estaría sustentado en la proactividad de las instituciones públicas, es decir, en que cada quien publique lo que está en la ley que será reformada y en la “digitalización más grande de la historia”.

Bajo este diseño, la nueva Secretaría no tendría las atribuciones para gestionar y divulgar información sobre el legislativo, el judicial, los partidos políticos, las universidades públicas, los sindicatos y todos aquellos que reciben recursos públicos pero que escapan a la órbita del Ejecutivo. Tampoco se garantizará la neutralidad y colegialidad de las decisiones frente a casos polémicos que involucren a otras secretarías, ni mucho menos se podría hacer exigible el derecho a la privacidad tan vulnerado con casos como Pegasus y el ejército espía.

Se fragmentaría la información, hoy en día accesible desde un solo puerto para todos los poderes públicos y todos los niveles de gobierno. Esta propuesta es un retroceso de más de veinte años en transparencia. Sin información de calidad no habrá inversión segura, ni confianza, ni gobierno fuerte, ni estrategia eficiente de combate a la corrupción. Tampoco habrá Estado de derecho, el cual, según lo publicado ayer por el World Justice Project, sigue en caída libre desde hace nueve años ocupando México el quinto peor lugar de América Latina. Estarán contentos los adeptos a la opacidad, esos que la necesitan para beneficiarse del abuso y el poder.

Investigadora de la UdeG

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