Establecer relaciones de confianza nunca ha sido fácil. La confianza suele ganarse a partir del conocimiento y del cumplimiento de expectativas razonables. En los círculos cercanos, la convivencia entre individuos permite tanto marcar distancia como establecer lazos firmes de confianza. La solidaridad, la empatía y la búsqueda del bien común son posibles en un entorno de confianza.

En la relación entre ciudadanos e instituciones, la confianza se juega en otra cancha. Esta tiene que ver con la capacidad de tratar a todos los individuos por igual, sin preferencia debida a orígenes o vínculos partidistas, tiene que ver con la responsabilidad asumida por quienes conforman la institución, pero sobre todo, tiene que ver con el cumplimiento de la tarea para la cual fueron creadas. En 32 años de existencia, el Instituto Nacional Electoral ha organizado elecciones, contado votos, garantizado alternancias pacíficas y sufrido transformaciones que le han llevado a ganar un espacio de confianza en la sociedad.

El Informe País 2020 sobre el curso de la democracia en México, elaborado por un grupo de académicos que sistematizaron datos recopilados por el INEGI, confirma que el 60 por ciento de la población confía mucho o algo en el órgano electoral nacional. El INE es la tercera institución pública mejor valorada del país, muy por encima de los legisladores federales o estatales quienes apenas cuentan con 23 por ciento de estima ciudadana.

En lo que va de esta administración, el INE ha resistido el embate de la narrativa del descrédito, la persecución judicial de algunos de sus consejeros, las amenazas físicas, los irracionales recortes presupuestarios y ha dado resultados en un contexto de violencia. Los ciudadanos que han sido convocados y capacitados para contar votos siguen acudiendo a su llamado por convicción.

A pesar de esto, el Presidente de la República y el partido mayoritario en el poder insisten en controlar a la institución. Bajo el pretexto de ahorrar recursos, simplificar procesos y “popularizar” las designaciones de sus integrantes, las diversas propuestas de reforma electoral ignoran temas urgentes para la sociedad y abren la puerta para destruir la confianza edificada en las últimas tres décadas y las condiciones para el buen desarrollo de un proceso electoral.

El principal problema no solamente es echar en tierra la garantía de una transición pacífica de gobierno, sino que además no se solucionan y sí se agravan los principales trastornos que prevalecen en nuestra democracia. El Informe País 2020 señala que, a pesar de la existencia del voto libre y secreto, la corrupción política continúa. El clientelismo es una práctica extendida en los procesos electorales. Dentro de las formas de expresión más señaladas está la utilización de recursos públicos para favorecer candidatos afines y la compra de votos. La amenaza de votantes en casillas y la prohibición de que candidatos de oposición cuenten con condiciones para participar libremente en los procesos también están presentes.

Estas prácticas tienen que ver más con el comportamiento de los actores políticos y con la debilidad de las instituciones encargadas de procesar delitos electorales que con la naturaleza y el funcionamiento del INE. Si la reforma electoral es aprobada en sus términos no habrá credibilidad, no existirán las condiciones para realizar procesos electorales y nuestra endeble democracia habrá recibido el tiro de gracia.

Analista de transparencia y rendición de cuentas
@louloumorales


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