La semana pasada, la organización Artículo 19 presentó un balance sexenal sobre el estado que guarda la libertad de expresión en México. A los asesinatos hacia los profesionales de la información registrados en sexenios anteriores, se sumó la impunidad, las agresiones por parte de funcionarios públicos, la precarización laboral de quienes buscan informar y la enorme indiferencia de una sociedad que cada vez se aparta más de su derecho a la verdad. El gobierno que se ufana de respetar la libertad de expresión no logró evitar 46 asesinatos y cuatro desapariciones de periodistas ni tampoco mejoró el contexto en el cual se busca garantizar el acceso a la información. Por el contrario, México sigue siendo uno de los países más peligrosos para ejercer el periodismo. Un país en el que cada catorce horas se agrede a un periodista. Detrás de estas agresiones, 3 mil 408 en este sexenio, están autoridades y funcionarios públicos que han normalizado maltratar a quienes osan cuestionarles. Como si rendir cuentas fuera una engorrosa concesión y no una obligación que se desprende de su mandato.

A pesar de las distintas recomendaciones hechas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos hacia el gobierno mexicano, el discurso estigmatizador hacia periodistas y columnistas no solamente es utilizado por el Presidente de la República sino que también es recurrente entre autoridades estatales y municipales de al menos 20 entidades del país. El hostigamiento, el desprestigio público sin derecho de réplica y la intimidación son algunos de los recursos más utilizados. A este contexto adverso se suma la precariedad laboral en la que trabajan los periodistas de a pie, esos que salen a la calle a buscar información. De una encuesta realizada por la organización se desprende que la mayoría de quienes optan por esta profesión, no cuenta con contrato ni con derechos laborales y ante los bajos salarios se recurre a un segundo trabajo muchas veces alejado del periodismo.

En cuanto a la publicidad oficial y sus formas de censura sutil, tenemos que en este sexenio se logró reducir en más de 80 por ciento los recursos públicos dedicados a este rubro. Sin embargo, el gobierno no ha atendido la resolución de la Suprema Corte que ordenó subsanar las deficiencias de la Ley General de Comunicación Social. Esta ley, mejor conocida como “Ley Chayote”, permitió el reparto de 13.5 millones de pesos con criterios opacos y discrecionales que beneficiaron a un reducido grupo de diez medios de comunicación.

Ante esto, la cara de nuestro “cuarto poder” como se refirió alguna vez Burke a los medios de comunicación, está anímica y cautiva. Los efectos son, entre muchas cosas, la invisibilización oficial y el silenciamiento de tragedias como el de las desapariciones.

La política de negación y olvido se vive en un país en el que desaparecen 25 personas al día, es decir, ¡una cada hora! Lejos de contar con acciones prioritarias, los reclamos de los colectivos de madres buscadoras han generado el asesinato de dieciséis familiares de víctimas. A seis años de la entrada en vigor de la Ley General en Materia de Desaparición Forzada, prevalece la falta de coordinación institucional, la crisis forense, el rezago de datos y el fracaso de una política que solo quedó en promesas. En enero de este año el número de desaparecidos rebasó los 116 mil casos. Si a principios de este gobierno se prometió derecho a la verdad, en el ocaso los responsables prefieren negarla. Como decía el poeta Czeslaw Milosz, parecen arrojarnos a “que la mentira sea más lógica que los acontecimientos, para que los cansados del viaje encuentren reposo en ella”.

Investigadora de la UdeG

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