América Latina vive tiempos convulsos. La región más desigual del mundo parece haber llegado al colapso de sus regímenes formalmente democráticos.
El germen de la crisis no es de ahora. Los signos del deterioro provienen de tiempo atrás y no se ha querido o no se ha sabido reaccionar frente al malestar de una ciudadanía excluida de las decisiones públicas y vulnerada en sus derechos fundamentales. Existen en la región al menos tres problemas compartidos.
El primero es el de la inseguridad y la violencia. En el continente americano se concentra el 42 por ciento de todas las víctimas de homicidios del mundo. En particular, cuatro países de la región (El Salvador, Guatemala, Honduras y Venezuela), tienen un problema crónico puesto que se asesinan a más de 40 personas por cada cien mil habitantes, según el Estudio Mundial sobre homicidio publicado este año por la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito.
En México la tasa registrada es de 24.8. Sin embargo, este año acumula un récord en la tasa de homicidios.
El segundo es el de la desigualdad y la exclusión. El sentimiento común de desafección con la democracia proviene de la creciente convicción de que los gobiernos no escuchan las exigencias sociales y toman decisiones solo para favorecer a unos cuantos. La desigualdad de acceso a servicios básicos y las brechas salariales muestran políticas fiscales incapaces de distribuir el ingreso y políticas sociales limitadas.
Las manifestaciones recientes en Chile, Bolivia, Colombia y México que han derivado en actos de vandalismo expresan el malestar social frente a gobiernos y partidos políticos que han perdido autoridad y capacidades de intermediación. Cuando se agotan las vías del diálogo se refuerza la violencia.
El tercero tiene que ver con la respuesta hacia las críticas por corrupción. Al menos en dieciocho países de la región se ha respondido a escándalos de corrupción con medidas espectaculares. Los juicios y encarcelamientos de ex presidentes y ministros no han sido acompañados del fortalecimiento de instituciones o la generación de capacidades de investigación. Y han debilitado aún más a los Estados.
Esto ha sido terreno fértil para la emergencia de liderazgos que tienden a concentrar y personalizar el ejercicio del poder como si un solo individuo fuera el remedio a todos los males. Lo que en su momento Marta Lagos definió como la “diabetes democrática” no es más que señales de un declive democrático que si bien no mata de inmediato, es difícil de erradicar.
Una de ellas es el cambio en las reglas básicas de acceso al poder. La tentación de concentrar y perpetuarse en las presidencias llevó a Bolivia, Nicaragua y Venezuela a legalizar la reelección indefinida. En México, un primer experimento se hizo con la llamada Ley Bonilla en Baja California la cual amplió el mandato del gobernador de esa entidad por encima de la voluntad expresada en las urnas.
Esta semana, el diputado Sergio Carlos Gutiérrez, de Morena, e integrantes de diversos grupos parlamentarios formalizaron una iniciativa de reforma cuya única finalidad es acotar el periodo del presidente del Instituto Nacional Electoral, Lorenzo Córdova. Legislan para un destinatario. Los argumentos de la iniciativa son falaces. Acotar el periodo del Consejero y hacer la presidencia rotativa justo antes de la elección intermedia tiene el claro propósito de acotar y controlar al órgano electoral. Esto es una clara señal de alerta. Es matar al árbitro antes de que comience el partido.
Coordinadora de la Red por la Rendición de Cuentas