En su discurso del 1° de septiembre, el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, calificó al expresidente Trump y al trumpismo como un peligro para la democracia.
Hasta poco antes de las elecciones presidenciales norteamericanas de 2016, un buen número de observadores no tomaron en serio a uno de los candidatos: al extravagante constructor y administrador inmobiliario y conductor de un reality show, pero el personaje se impuso porque supo cómo despertar la imaginación política de una parte muy insatisfecha de sus conciudadanos. Mal haríamos nosotros en volver a minimizar las posibilidades de Trump de volver a ser el candidato presidencial de un Partido Republicano muy escorado hacia la derecha, que mantiene una base popular amplia, empeñada en alimentarse de una visión racista de la historia norteamericana y convencida de que sólo un gran fraude impidió la reelección de su líder en 2020.
Estados Unidos no es sólo la gran potencia hegemónica de nuestra región, sino que sus asuntos internos suelen tener efectos directos e indirectos en su zona de influencia. Por ello, la naturaleza del personaje que ocupa la Casa Blanca y de sus proyectos políticos, incluso los puramente domésticos, tienen el potencial de repercutir positiva o negativamente en países que a querer que no están obligados a vivir a su sombra.
Es posible pero no seguro que las acusaciones que hoy se hacen a Trump en Estados Unidos puedan llevar a su inhabilitación como candidato, pero igual puede no ser el caso. ¿Y qué es lo que se podríamos esperar de una posible segunda presidencia de Trump? Pues los efectos, directos e indirectos de convivir con una distopía, según el análisis que ha hecho de Isaac Arnsdorf, un periodista del Washington Post (16/08/22/) que ha seguido a Trump muy de cerca.
Basándose en los discursos recientes de Trump, Arnsdorf concluye que, de recuperar la presidencia, el personaje sólo se rodearía de verdaderos incondicionales excluyendo a moderados, buscaría capturar todos los puestos posibles de la burocracia federal y, apoyándose en una Suprema Corte de Justicia ya muy conservadora, para hacer realidad un proyecto de derecha que en política interna giraría alrededor de un puñado de objetivos internos. El primero, y el que puede tener implicaciones directas para nuestro país, sería lograr imponer la pena de muerte para los narcotraficantes. Según Trump, la experiencia internacional demuestra que esa medida funciona y que el 77% de los republicanos la apoyaría. Si como presidente, Trump ofreció ayuda militar a México para enfrentar a grupos de narcotraficantes e incluso consideró la posibilidad de usar unilateralmente la fuerza para eliminarlos, la tentación de poner en marcha esa política al sur de la frontera le resultaría casi irresistible.
En segundo lugar, Trump ha insistido en diseñar una política de grandes redadas para expulsar de las ciudades a los “sin hogar” y concentrarlos en campamentos lejos de las metrópolis y “recuperar las calles” perdidas por los ciudadanos ordinarios. Esa política puede extenderse, radicalizada, a quienes ya en el pasado Trump ha catalogado como un gran peligro para la sociedad norteamericana: los migrantes indocumentados.
Otras propuestas políticas extraídas de los discursos recientes de Trump que no parecieran tener el potencial para afectar directamente la relación con México o con la comunidad mexicana, pero sí podrían ser puntos de referencia para las derechas de otros países, son: enfrentar con la Guardia Nacional o el ejército a las manifestaciones de los disidentes, debilitar los controles de la administración pública sobre intereses privados en favor del mercado y sustituir al servicio civil de carrera con "leales al presidente” o dificultar la votación de las minorías, entre otras.
Desde luego, es posible que finalmente la reelección de Trump no tenga lugar, pero no debemos desdeñar al trumpismo y sus implicaciones en un país como el nuestro.
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