No sorprende, pero sí indigna y lastima en extremo confirmar que el responsable efectivamente fue el Estado.

La brutalidad de lo que le ocurrió a un grupo de jóvenes estudiantes de la Escuela Normal Isidro Burgos de Ayotzinapa, Guerrero, entre el 26 y 27 de septiembre de 2014 en la ciudad de Iguala y sus alrededores, es el trágico broche de infamia, de corrupción, de degradación política y moral extrema de un régimen nacido de un movimiento popular, originalmente de contenido antidictatorial, antioligárquico y antiimperialista, arquitecto de la consolidación del Estado nacional mexicano y guiado por visiones de justicia social.

Lo que se inició en 1910 como un espectacular esfuerzo popular por echar abajo al sistema oligárquico del Porfiriato y que pronto se transformó en una revolución que por diversos caminos hizo esfuerzos por dotar de contenido a esa utopía imaginada por Morelos en sus “Sentimientos de la Nación”, hoy concluye como el vergonzoso derrumbe de un sistema que desde hace tiempo se volvió distopía, centrado en complicidades para sostener un aparato institucional dedicado a extraer recursos de la sociedad en beneficio de una minoría inclinada al abuso y al robo. La “noche de Iguala” es parte, pero sólo parte, del lento cierre de un ciclo de nuestra historia política y social.

El 18 de agosto, Alejandro Encinas, subsecretario de Gobernación, finalmente desveló las grandes líneas de la trama que llevó a que el crimen organizado en Guerrero decidiera cubrir una amplia red de narcotráfico desapareciendo -asesinando a sangre fría- a 43 jóvenes normalistas originarios de una de las regiones más empobrecidas del país. Y para tamaña operación contó sin problemas con la complicidad de estructuras del gobierno desde la base hasta la cúpula.

Lo que desde las manifestaciones de protesta callejeras se gritó en ese 2014, y que las autoridades de entonces negaron, finalmente se ha probado cierto: “fue el Estado”, es decir, la brutal “noche de Iguala” fue un “crimen de Estado”. Y así, lo que en 1910 se inició como una hazaña épica pronto se malogró y desembocó sórdidas tramas criminal como la “noche de Iguala” que tiene como actores a elementos de la estructura política, desde las fuerzas de seguridad a las de procuración de justicia y a responsables de la gobernabilidad del país.

La investigación efectiva del crimen de septiembre de 2014 debió primero romper los velos de la llamada “verdad histórica” del gobierno de Peña Nieto para luego reconstruir lo que efectivamente sucedió. Finalmente hoy está arrojando resultados a la altura de lo demandado. Ahora bien, esos resultados aún “preliminares” llevan aparejada la responsabilidad de no guardar más secretos por “razón de Estado”. Deben deslindarse las responsabilidades de todos los participantes en el crimen y seguir con el desmantelamiento de las muchas partes podridas heredadas del antiguo régimen.

Si la investigación del asesinato en México en 1985 de un agente norteamericano de la DEA llevó a la desaparición de la Dirección Federal de Seguridad, hoy la red de complicidades que desembocó en la desaparición de los 43 normalistas y su posterior encubrimiento requiere, para recuperar la legitimidad institucional, investigar la responsabilidad de personajes y estructuras que surgieron de la larga pudrición del viejo régimen.

Del crimen de Iguala puede y debe surgir algo positivo: la regeneración de piezas clave del aparato gubernamental —mandos de las fuerzas armadas, los servicios de inteligencia, las fiscalías, las policías— y debe también hacer efectiva la rendición de cuentas de la persona al frente responsable del mal ejercicio del poder público en esa coyuntura: Enrique Peña Nieto.

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