En su informe del 1° de septiembre el presidente Andrés Manuel López Obrador aseveró: “En México ya no domina la oligarquía, sino que existe un gobierno democrático cuya prioridad son los pobres.” La afirmación tiene un gran significado. La dominación oligárquica del gobierno se cortó, pero los componentes centrales para su restauración ahí siguen.
Si en dos años la oposición llegase a recuperar el control de la presidencia, el camino quedaría despejado para la recreación de la élite del poder en el sentido en que el sociólogo C. Wright Mills le dio a ese concepto en 1956 al examinar la naturaleza del arreglo político norteamericano de la Guerra Fría: la conjunción del poder económico con el político (la burocracia), el militar de una superpotencia atómica y el cultural en un sentido amplio (medios de comunicación, iglesias, universidades). Hasta antes del 2018 el término de Mills también le quedaba a México.
En términos de la teoría clásica el gobierno oligárquico es la antítesis del aristocrático y del democrático. Aristocracia y oligarquía son gobiernos en manos de una minoría y la democracia el gobierno de la mayoría. Los clásicos no vieron mal que el gobierno lo ejercieran personajes provenientes de una élite, pero sólo si su conducta se correspondía con los estándares de la moral de la época. Desde esa perspectiva el gobierno de la oligarquía es, en esencia, la forma corrupta de la aristocracia o, para decirlo en términos muy contemporáneos, es aquel donde los gobernantes están al servicio de los intereses de una “minoría rapaz”.
En el México colonial, notablemente al final, la conducta de la autoridad del virrey para abajo estaba muy influida por los intereses de acaudalados: los mineros, los grandes comerciantes, los terratenientes y la alta jerarquía eclesiástica: era una estructura más oligárquica que aristocrática. Las reformas borbónicas del siglo XVIII combinadas con la independencia llevaron, entre otras cosas, al resquebrajamiento de ese orden novohispano.
Con la independencia vino la necesidad de intentar la complicada construcción de un nuevo régimen y eso abrió el acceso a individuos y grupos hasta entonces marginados. Tras las guerras civiles de la época vino la consolidación de la república y la conformación de un régimen republicano y laico, pero también autoritario y finalmente oligárquico. Sin embargo, con la Revolución Mexicana ese acuerdo presidido por Porfirio Díaz se hizo polvo.
A mediados del siglo XX y bajo la presidencia de Miguel Alemán (1946-1952), el sistema político postrevolucionario adquirió de nuevo rasgos claramente oligárquicos y en cuyo centro, además del propio Alemán, estaban figuras como Carlos Trouyet, Eugenio Garza Sada, Bruno Pagliali, Joel Rocha, Luis Aguilar, Emilio Azcárraga más los representantes del gran capital extranjero. Para finales del siglo ese grupo había evolucionado, renovado y adaptado a la economía neoliberal, globalizada y del tratado de libre comercio con Estados Unidos. Sin embargo su exagerada y turbia acumulación de riqueza volvió a revivir el problema de su déficit de legitimidad.
Por ahora la relación entre la poderosa élite económica y el aparato de gobierno a nivel federal ya no es de subordinación de éste a los intereses de aquella. Pero en medio de tensiones evidentes, los “dueños de México” se mantienen en control de muchos de los elementos que les permitirían volver a recrear esa relación corrupta del pasado si se presenta la oportunidad. En realidad, algo parecido a la rápida recuperación del terreno pedido por los privilegiados ante una movilización de las clases populares ya tuvo lugar en el pasado: justamente cuando el cardenismo, movilizador de masas, fue sustituido por su antítesis, el alemanismo en 1946.
En suma, lo que se jugará en 2024 es si en México se va a repetir la vieja historia: pasar de “primero los pobres” a “primero los de siempre, los oligarcas”.
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