La explicación de la inusual fuerza destructiva del huracán que azotó a Acapulco el 24 de octubre pasado se encuentra, según los especialistas, en el aumento de la temperatura de los océanos como resultado de un calentamiento global que, entre otras cosas, puede transferir tanta energía a una mera tormenta tropical que en horas es capaz de convertirla en un huracán monstruoso.
Y ese calentamiento inusual del planeta es resultado inevitable del llamado “efecto invernadero” que, a su vez, es un resultado no previsto de la acción humana. Y es que el “invernadero” se ha formado por un aumento enorme de dióxido de carbono o CO2 resultado del incremento exponencial en el uso de combustibles fósiles. En suma, en el origen de la destrucción causada este año en la costa de Guerrero por el huracán Otis esta no un capricho de la naturaleza sino un efecto muy anunciado de tiempo atrás del daño causado al ambiente por la actividad humana especialmente a partir del inicio de la revolución industrial y acelerado a raíz de la globalización de la actual sociedad de consumo.
Una de las muchas formas de subrayar el lado inmerecido de ciertos eventos puede resumirse en un dicho popular sustentado en infinidad de ejemplos: “pagaron justos por pecadores”. Y la devastación que causó el huracán Otis en el Pacífico mexicano es uno de esos casos, pues México es un país marginal en materia de emisiones de CO2.
Los estudiosos de lo que llamamos “desastres naturales” es decir catástrofes de gran magnitud provocadas por fenómenos como huracanes, terremotos, erupciones volcánicas, sequías o diluvios e inundaciones, incendios forestales o tsunamis, consideran que la raíz de tales catástrofes no es la naturaleza misma sino el resultado directo o indirecto de acciones u omisiones de colectividades humanas y que por tanto eran evitables.
Optar por construir y por mantener una urbe como la Ciudad de México en lo que fue un gran lago que se desecó artificialmente, localizada en una zona sísmica y cruzada por un eje volcánico, ha implicado que hoy la sociedad asentada en esa ciudad acepta los riesgos que ello implica y el alto costo del esfuerzo por minimizarlos, que no eliminarlos.
La decisión de construir y mantener un puerto en Acapulco en la época colonial no pareció implicar riesgos excesivos y sí beneficios notables. Su bahía era relativamente segura durante la predecible estación de temporales en el Pacífico y estaba estratégicamente situada para desarrollar un lucrativo comercio con Asia. Además, el puerto podía ser defendido por el fuerte de San Diego contra posibles incursiones de navíos enemigos, sobre todo piratas. Finalmente, en el siglo pasado Acapulco fue un gran proyecto de la élite postrevolucionaria al convertirlo en un atractivo centro turístico. Sin embargo, el surgimiento de densos asentamientos humanos surgidos sin observar planes de desarrollo urbano viables, bien diseñados, llevó a un crecimiento de Acapulco bastante caótico y a una urbanización potencialmente catastrófica. La naturaleza empezó a pasar factura por la improvisación y la corrupción de la política urbana en el puerto, especialmente en la época de huracanes, como quedó de manifiesto en 1997 con el huracán “Paulina” y en 2013 con el “Manuel”. Sin embargo, la enormidad de la fuerza e impacto de Otis fue una sorpresa absoluta, un fenómeno sin precedentes no sólo para las autoridades sino también para los meteorólogos de aquí y de Estados Unidos. Y es aquí donde se puede ver como México ha empezado a pagar de manera dramática, excesiva, por las acciones de otros en materia de calentamiento global.
Según la Emission Database for Global Atmosferic Research, los verdaderos responsables de fenómenos como Otis son los grandes contaminadores de la atmósfera. Y estos son China, que contribuye con el 29% de las emisiones de CO2, Estados Unidos con el 14%, India con el 7%, en tanto que México lo hace apenas con el 1.23%.
Es obvio que por sí sólo México no puede obligar a China o a Estados Unidos a modificar la naturaleza de sus economías contaminantes, apenas si puede unir su voz a la de aquellos que insisten que el tiempo apremia pues el rumbo equivocado por el que marchamos como humanidad está muy cerca del punto de no retorno. Por otra parte, como estado nacional debemos asumir que el caso de Otis inevitablemente se repetirá y, por tanto y de manera inmediata, debemos invertir y mucho en medidas para reducir los efectos de los desastres por venir y que ya son previsibles: las sequías y los huracanes.