Las grandes epidemias tienen la posibilidad de ser coyunturas que rompen inercias; eventos mayúsculos e inesperados que modifican elementos centrales de las estructuras económicas, políticas y culturales de las sociedades que afectan. Un ejemplo al que se recurre con frecuencia es la “peste negra” que azotó a parte de Asia y a casi toda Europa a mediados del siglo XIV. Esa epidemia despobló los campos y la escasez de mano de obra obligó a la parte occidental de ese continente a modificar la relación entre siervos y señores, abriendo paso al capitalismo, especialmente en Inglaterra.

Otro ejemplo es la epidemia de influenza de 1918. Pareciera que esa epidemia segó la vida de millones pero no tuvo grandes efectos políticos, económicos y sociales porque coincidió con otro gran evento que sí los tuvo: la Gran Guerra de 1914-1918.

Antes de que tuviera lugar el sorpresivo salto del SARS-CoV-2 de los animales a los humanos, había una gama de visiones del futuro en cada país y, aunque más nebuloso, a nivel global. Sin embargo, con la pandemia empiezan a surgir interrogantes y la posibilidad y conveniencia de modificar los futuros imaginados a la luz de las debilidades de las estructuras expuestas por el ataque del virus. Aunque muchos hoy se muestran deseosos o resignados del retorno al status quo ante (77% en Estados Unidos), hay voces que advierten o desean que la coyuntura actual sirva para identificar y enfrentar las fallas en las estructuras institucionales de sociedades nacionales y del sistema mundial mismo, para que el futuro ya no sea como era antes de enero de 2020.

Esta pandemia ha cobrado pocas vidas, pero su carácter ha sido genuinamente global y ha afectado a todos los sistemas económicos. El FMI calcula que este año la caída del PIB mundial será del 3%, pero en ciertos países y regiones, como en el caso de México o de la Unión Europea, el porcentaje se duplicará e incluso en Inglaterra se quintuplicará. Respecto a nuestro principal mercado externo, Estados Unidos, la caída será del 4% (El País, 14/04/20).

Sin embargo, no es a nivel de la macroeconomía donde se experimentarán las peores consecuencias —hasta ahora, las bolsas de valores no han sido afectadas—, sino en las capas de la población con menos ingresos: los que han quedado desempleados y sin recursos, las minorías étnicas o las micro y pequeñas empresas que ya no podrán reabrir cuando retorne la nueva normalidad. En México, la tasa oficial de desempleo no mide el verdadero fenómeno (aquí, si una persona ha trabajado al menos una hora por semana, ya cuenta como empleada), pero en Estados Unidos, con datos más realistas se calcula que los sin trabajo pasarán de 3.5% a finales de 2019 al 16 o 20% (33 millones).

La pandemia esta reafirmando una realidad: es a los pobres a los que el coronavirus afecta y afectará de manera desproporcionada, y lo mismo en sociedades ricas como Estados Unidos o Inglaterra que en países como el nuestro. Y esa desigualdad frente a la desgracia, socavará aún más la legitimidad de aquellos sistemas que en los últimos tiempos han propiciado que la disparidad mantenga niveles incompatibles con un mínimo sentido de lo socialmente justo: hoy el 1% de la población mundial controla el 50% de la riqueza global.

La pandemia y el confinamiento de millones ha hecho más evidente que en tiempos normales, que el funcionamiento cotidiano de las sociedades depende, sobre todo, de los llamados trabajadores esenciales. Y que los imprescindibles, en todo momento, no son ni los dueños de la riqueza ni los que viven en su entorno y lo que Thorstein Veblen estudió en su Teoría de la clase ociosa (1899), sino los médicos, enfermeras, los que siembran, cosechan y procesan los alimentos, los transportistas, los mensajeros, repartidores, quienes mantienen los servicios municipales, los tenderos y trabajadores de supermercados, los empleados bancarios, etcétera.

La pandemia está mostrando que en situaciones críticas no es el mercado quien mejor asigna los recursos —siempre escasos— para responder a las demandas del conjunto social, especialmente en aquellas naciones con grandes desequilibrios de clase, como la nuestra, que también se necesita un Estado capaz de administrar con visión de conjunto, intereses y demandas inevitablemente en pugna.

Finalmente, sería de desear que, tras la epidemia, logremos que el futuro no sea mera prolongación del pasado inmediato, sino algo menos desequilibrado, más justo, que incorpore positivamente las lecciones de nuestras fallas durante la emergencia.

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