Todo estado nacional es un proyecto en construcción. En este “mes patrio” es apropiado reflexionar sobre la naturaleza del nuestro.
Como lo destaca Yuval Noah Harari, (Sapiens. A brief history of humankind, [2015]), pasada su primera etapa, las sociedades humanas, ya sedentarias y densas, debieron aceptar como realidades objetivas lo que eran y siguen siendo: órdenes imaginados tomados como ciertos por la mayoría, es decir, se crearon estructuras de autoridad sustentadas en mitos e ideas de justicia sancionadas por una divinidad para que las jerarquías y la legitimidad de la autoridad y de la estructura social fueran posibles. Otro académico, Benedict Anderson, exploró de manera muy sugerente la gestación de las ideas nacionalistas que llevaron a muchas sociedades a transformarse de colonias en estados nacionales. El mexicano es un caso de estos, (Imagined Communities, [1983]).
En países como el nuestro, que fue una colonia europea, la idea de ya no considerarse parte de un enorme imperio trasatlántico y reinventarse como nación independiente, surgió de la imaginación y esfuerzos de élites locales criollas insatisfechas que, poco a poco, lograron extenderla a una parte de la sociedad novohispana hasta convertirla, con el tiempo, en un elemento central de la imaginación colectiva.
La brutal lucha que desembocó en la independencia mexicana se desarrolló a lo largo de más de una década; fue un poco más prolongada que la argentina y menos que la venezolana. En México, como a todo lo largo del imperio español en América, los detonadores del impulso insurgente fueron factores externos: el ejemplo norteamericano —que logró su separación de Inglaterra en 1783— pero, sobre todo, la destrucción del orden político europeo por la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas y que, entre otras cosas, llevaron a la invasión francesa de España y a destronar a su rey. Se generó entonces, 1808, un inesperado vacío de poder legítimo en las colonias americanas y las minorías criollas lo vieron como su gran oportunidad para adquirir una autonomía hasta entonces negada.
En México, la autonomía de España la habían intentado de manera prematura Martín Cortes y sus seguidores en el siglo XVI. Al lograrse la independencia en 1821, fue posible imaginar un nuevo orden con un futuro esplendido para la nación mexicana, rica en recursos, amplia en territorio, y situada a mitad de camino entre Europa y Asia. Esa imagen positiva llenó los discursos que saludaron la nueva época. Como lo mostró Javier Ocampo en Las ideas de un día (1969), a muchos les pareció natural lo que entonces pronosticó la “Gaceta Imperial”: “la gloria con que la [nación] Mexicana, confiada en sus propias fuerzas, en su moderación y religiosidad, sin auxilio extraño, se sobrepone a las demás [naciones] del Universo” al punto que no solo daría “nueva forma” al país sino también a la mismísima Europa. (p. 88)
Pronto, muy pronto, la clase política mexicana se enfrascaría en una pugna feroz y prolongada que hizo patente que la larga etapa colonial no había dotado a la Nueva España de la estructura social e institucional necesaria para transformarse con éxito en la nación imaginada: viable y próspera. A dos siglos de distancia seguimos ferozmente divididos y sin poder hacer realidad el gran objetivo nacional propuesto por Morelos en 1813: generar estructuras legales que efectivamente “moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte se aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres, alejando la ignorancia, la rapiña y el hurto”. Seguimos empeñados en tamaña tarea, aunque no todos la imaginan deseable y posible de la misma manera.