Generalmente se dice que la política cotidiana se lleva a cabo dentro del marco de un “gran proyecto”. A veces el propósito es explícito, pero en otras debe deducirse de las acciones y declaraciones de sus responsables.

En el dramático inicio del conflicto por nuestra independencia el centro del propósito insurgente no se hizo explícito de inmediato; tomó tiempo para que Morelos lo clarificara y en 1813 declarara sin ambages: “[Q]ue la América es libre e independiente de España”. Cuando posteriormente se enfrentaron las aspiraciones de republicanos y monárquicos la situación ya fue bastante clara. En 1910 el plan maderista fue tan simple como claro: lograr “el sufragio efectivo” en tanto que el del reelecto Porfirio Díaz (y luego el del golpista Victoriano Huerta) fue implícito: mantener el “viejo régimen”. Las tres grandes corrientes revolucionarias que a partir de 1914 se disputaron la naturaleza de la aspiración nacional hicieron muy evidentes sus respectivos planes —especialmente zapatistas y carrancistas— para transitar de la era porfirista a una políticamente democrática y socialmente más responsable.

Lo contundente de la victoria militar del carrancismo marginó por un largo período a proyectos opositores imperativos, pero sin capacidad de desafiar al poder establecido, como fue el caso de cristeros, sinarquistas, comunistas o panistas. Ante la ausencia de rivales efectivos el régimen de la postrevolución pudo diluir su proyecto original y se volvió ecléctico, al punto de admitir en su seno lo mismo al cardenismo que al alemanismo y puntos intermedios.

Cuando el régimen postrevolucionario entró en una lenta pero irreversible crisis, Carlos Salinas —que había llegado a la presidencia tras una elección fraudulenta— redefinió el “proyecto nacional” a tono con la tesis central de Francis Fukuyama de 1992 según la cual, superado el reto que presentaba la URSS, la humanidad había arribado al punto donde ya no habían opciones ideológicas y sólo quedaba un gran marco universal (o casi): el neoliberalismo, es decir, la democracia liberal en lo político y el libre mercado en lo económico. La síntesis de los objetivos del “fin de la historia” la hizo el llamado “consenso de Washington” de 1989: recortes del gasto y del papel del gobierno, privatización de las empresas públicas, eliminación de trabas al comercio internacional y a la inversión externa, reforma tributaria, liberación del tipo de cambio, etc.

En México la puesta en práctica de la propuesta neoliberal se hizo sin alterar los viejos elementos autoritarios y la corrupción endémica. El resultado no fue el esperado sino modesto crecimiento económico y la acentuación de los rasgos autoritarios y oligárquicos más la expansión del crimen organizado ya existente.

A partir del triunfo claro en la elección de 2018 de una oposición con un proyecto de izquierda moderado —coyuntura creada por las presiones de los inconformes con el status quo— llegó al poder un movimiento que se propuso poner en marcha un cambio ambicioso pero sin radicalismos —postcomunista— centrado en la reafirmación de la democracia política, el desmantelamiento del aparato corporativo priista, el apoyo directo a grupos hasta entonces poco favorecidos, la austeridad de la clase dirigente, la recuperación del papel estratégico del sector público —especialmente en el sector energético— y el ataque a la corrupción. El designio no desechó sino incorporó un elemento clave del modelo anterior: el TEMEC, es decir, la integración económica con Estados Unidos.

En contraste, la oposición de derecha no ha podido responder con una propuesta alternativa, de ahí que haya elegido concentrar su energía en una crítica implacable, sostenida y feroz al actual gobierno . Finalmente, lo que está implícito en el discurso de la derecha es, en esencia, un retorno al salinismo, a un “neoliberalismo a la mexicana” pero le falta un líder que la pueda guiar a ese pasado como futuro.

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