Las elecciones presidenciales en Venezuela han sido impugnadas por la oposición y lo mismo está sucediendo en México, pero con efectos diametralmente opuestos.
Las cifras de la votación del 2 de junio pasado en nuestro país resultaron contundentes: a Claudia Sheinbaum la respaldaron el 59.75% de los votos. Pese a lo anterior, las dirigencias de la oposición en México decidieron impugnar la validez de esa victoria y pidieron a la autoridad electoral del Poder Judicial no particularmente afín a la izquierda que nulifique a la elección misma por la inequidad y las irregularidades que caracterizaron el proceso. Lo anterior implica que no habría sido la mala calidad de la propuesta opositora ni tampoco su desempeño e historial la causa de su fracaso sino las “mañaneras”, la violencia generalizada o el uso indebido de los programas sociales.
En una democracia electoral ideal —esa que no existe pero debería— al concluir una elección donde la disputa por el voto se jugó en un entorno de libertades de expresión, organización e información, donde al elector se le presentaron alternativas verdaderas y donde la celebración, contabilidad y calificación del proceso lo avaló una autoridad imparcial, la aceptación formal del resultado por la parte perdedora sería tan obligada como natural y constituiría el broche de oro de un proceso de reafirmación de la legitimidad del sistema en su conjunto.
Un ejemplo real del alto valor político que puede llegar a tener la aceptación explicita de la victoria del otro en circunstancias no ideales tuvo lugar en Estados Unidos en el año 2000 cuando el candidato presidencial demócrata Al Gore optó por aceptar la derrota frente al republicano George H W Bush pero no porque éste último hubiera recibido más votos populares sino porque así lo decidió la Suprema Corte pese a que no se había concluido un complicado y absurdo recuento de los votos en Florida que, a su vez, determinarían los votos en el también absurdo colegio electoral. En esa ocasión, Al Gore prefirió aceptar una derrota dudosa que deslegitimar al sistema político del que era parte.
Un ejemplo de lo contrario y en ese mismo país se tuvo cuando Donald Trump, como presidente, se negó a reconocer la validez de los resultados de una votación que le negaba la reelección en 2020. Desde entonces un buen número de sus conciudadanos dudan de la legitimidad de quien ocupa hoy la presidencia pese a que el conteo oficial le dio a este último cinco millones y pico más de votos que a Trump y que posteriormente en el Colegio Electoral su victoria lo fue por un margen superior a 10%. Lo interesante del caso es que si bien la negativa del perdedor a aceptar la legitimidad del ganador, éste pudo desempeñar con normalidad sus responsabilidad pero la legitimidad misma del sistema que sí sufrió una lesión que aún no sana. Y es que la base social del trumpismo se mantuvo y solidificó y hoy está predispuesta a dudar del proceso electoral si su candidato vuelve a perder. El cuestionamiento de las elecciones del 2020 ya afecta a las que están por venir.
La experiencia mexicana nos dice que por mucho tiempo lo electoral fue un tema casi irrelevante y que en la medida en que el hoy viejo régimen tuvo legitimidad ésta no provino de las urnas. Sin embargo, en 1988 las oposiciones electorales de izquierda y derecha lograron que pese a la evidente inequidad de la contienda y a la burda manipulación de los resultados, se reconociera que casi la mitad los votos (44%) habían sido para la oposición y que la izquierda —a la que se tuvo que reconocer el 31% de la votación— nunca aceptó la legalidad del gobierno de Carlos Salinas. A partir de esa coyuntura se aceleró la marcha cuesta abajo del régimen priista. La alternancia PRI-PAN en la presidencia desde el 2000 al 2018 no estabilizó al régimen y los procesos electorales siguieron siendo calificados como ilegítimos por la oposición de izquierda hasta que en ese último año el régimen de las elecciones sin contenido o truqueadas se vio obligado a reconocer lo que hasta entonces había rechazado: la victoria electoral de quienes se proponían ponerle fin.
Las últimas elecciones reafirmaron con contundencia la opción por la izquierda, pero esta vez la derecha se ha negado a aceptar la derrota y si bien no ha podido acusar a los vencedores de fraude sí lo ha hecho por inequidad e irregularidades. Y para sostener su demanda de invalidez de la elección de 2024 ha presentado ante las autoridades electorales una lista de 396 quejas. Sin embargo, todo indica que por ese camino que evita tener que asumir lo insustancial de su proyecto y liderazgo y prefiere culpar de su fracaso al adversario, la derecha va camino a ser un factor de reafirmación de la victoria de Claudia Sheinbaum, un factor más en la consolidación de la 4T y una confirmación de que, como oposición, necesita renovar sus cuadros y revisar a fondo su proyecto.