Inevitablemente el empeño por modificar el sistema político mexicano ha abierto o reactivado varios frentes de lucha. La mayoría de las confrontaciones tienen lugar entre actores internos pero el proceso también afecta intereses externos.
Hace 38 años, Alan Riding, periodista inglés, calificó la relación entre México y Estados Unidos como de “vecinos distantes” pero cuatro decenios, un TLC y un T-MEC más tarde borraron lo distante. Hoy la integración de la economía mexicana a la de su vecino norteño es extraordinaria: el 78% de nuestras exportaciones tienen como destino a EU y de ahí proviene el 45% de nuestras importaciones. Los indicadores de la cercanía son docenas, desde la inversión externa hasta la demografía o las redes del crimen organizado.
Pero si ya es historia la vecindad distante, no lo son los efectos de la gran asimetría de poder entre países que comparten 3,152 km de frontera. Su relación bilateral se ha modificado mucho a lo largo de dos siglos, pero no la asimetría de poder que se mantiene como una constante y que obliga a México a estar siempre a la defensiva, a no confiarse.
Hoy el discurso oficial mexicano refleja bien tanto cercanía como suspicacia. Desde el sur del Bravo se enfatiza la disposición de mantener la relación con el omnipresente vecino bajo signos positivos, pero sin olvidar las razones de la desconfianza histórica frente a Washington —sobre todo frente a algunas de sus agencias, como la DEA o la Oficina del Representante Comercial y ciertas estructuras de poder federales (el Congreso) o locales (las de Texas).
La reciente decisión de Washington y Ottawa de pedir a México la integración un panel de consulta dentro del marco del T-MEC por considerar que la reforma de 2021 a la ley mexicana de la industria eléctrica, más varias decisiones del gobierno de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) en relación a Pemex y a la CFE, no sólo afectan a sus empresas sino que indican que el gobierno de México ha movido el tablero en que se había venido jugando la integración económica de la América del Norte y que ya no acepta ciertos principios del proyecto económico neoliberal en que se cimentó el libre comercio regional.
La posición adoptada por Canadá y Estados Unidos muestra que las diferencias entre los tres países no son meros desacuerdos rutinarios sobre interpretaciones puntuales del texto del T-MEC, sino que están relacionados con incompatibilidades de aspectos sustantivos de sus respectivos proyectos: México considera que su interés requiere hacer de Pemex y de la CFE los bastiones de su política energética, pero sus vecinos dicen que los dados del juego están cargados en su contra.
De no llegarse a un entendimiento en torno a la interpretación del T-MEC en materia de políticas energéticas, los gobiernos del norte de Norteamérica demandarán la creación de un panel arbitral. Y de surgir de ahí un fallo contrario al gobierno mexicano, entonces los argumentos técnicos del diferendo podrían ser desplazados por los de la política del poder.
De ocurrir esto último, el choque político ya existente dentro de México se agudizaría. AMLO podría movilizar los sentimientos nacionalistas de los sectores sociales que le respaldan y que son mayoritarios y las fuerzas antiAMLO buscarían ganancia en ese río revuelto de las diferencias entre México y sus vecinos para cuestionar los proyectos lopezobradoristas no sólo en materia de energéticos sino en su totalidad.
Desde luego que el sentido de este análisis puede cambiar si en el período de consultas las partes llegan a un arreglo, pero aun así no será enteramente ocioso el ejercicio pues la coyuntura permite reflexionar sobre lo compleja y a veces contradictoria relación con el poderoso vecino, cuando éste ya dejó de ser distante.