Cualquier proceso de cambio de régimen político —definido éste como el conjunto de reglas formales e informales que efectivamente rigen las acciones de poder que determinan la distribución de los valores materiales y simbólicos de una sociedad— repercute en el tono y contenido del intercambio de ideas y opiniones de esa sociedad.
En los tiempos que corren el ambiente mexicano se ha ido crispando en la medida en que ha tomado forma y contenido la modificación de la naturaleza del régimen político que se conformó tras el triunfo de los líderes revolucionarios sonorenses en los 1920. La aparición del neocardenismo en 1987 obligó a dar contenido a las elecciones y poner fin al partido casi único. Finalmente, las elecciones en nuestro país ya ofrecen opciones significativas al elector y sus resultados son creíbles. Este proceso también ha llevado a que el diálogo político involucre cada vez a más participantes que provienen de ámbitos que antes eran casi indiferentes en este campo y con intereses contradictorios y que emplean lenguajes notoriamente provocadores. Por tanto, este diálogo se ha hecho más vivo, pero también más ríspido por incorporar voces e intereses que antes estaban ausentes o silenciados.
Cuando la oposición de izquierda obtuvo en 2018 la victoria en elecciones nacionales realmente competidas y que arrojaron resultados libres de sospecha, se acentuó el carácter áspero del diálogo entre la izquierda en ascenso y la derecha que defendía la esencia del estatus quo. Y como era de esperar, tras las elecciones de junio de 2024 que reafirmaron la propuesta de la izquierda para persistir en el cambio de régimen, el tono de las descalificaciones ha ido en aumento. Hoy la oposición sostiene que el cambio de reglas y prioridades en el sistema político que impulsan los gobiernos de Morena y sus aliados implican que México va rumbo a, o que de plano ya vive en la militarización y en la dictadura gracias a elecciones que si bien no fueron fraudulentas, sí fueron “elecciones de Estado”. Desde el lado de Morena se acusa a la oposición de intentar generar artificialmente un clima de alarma y crisis para defender intereses ilegítimos y antipopulares creados bajo el viejo régimen, notablemente en su etapa neoliberal, y lo que no pudo ganar en las urnas hoy pretende lograrlo mediante la lowfare o “guerra legal” empleando a fondo su control casi total sobre los medios de información, aprovechando su influencia en el sistema judicial -un reducto del viejo sistema dentro del aparato de gobierno- su cercanía con la prensa y la inversión extranjeras y destinando grandes sumas a hacerse presente en las redes sociales, y buscando el apoyo de los organismos internacionales donde la influencia del gobierno norteamericano y sus intereses ha sido constante desde su creación.
Por mucho tiempo los temas de la “alta política” interesaban poco al ciudadano de a pie pues bien sabía que su opinión o preferencias en ese ámbito eran irrelevantes justamente porque las elecciones carecían de contenido ya que el sistema de partidos no era tal por la existencia de un partido de Estado, el PRI, y por el abrumador dominio de los medios de comunicación identificados plenamente con los intereses del hoy viejo régimen.
Sin embargo, poco a poco el mexicano-súbdito se ha transformado en el mexicano-ciudadano y eso ha implicado que el diálogo al nivel de las bases sociales también refleje la rispidez, dureza y descalificaciones que caracterizan a los círculos de los políticos profesionales. Las marchas y sus slogans, las encuestas y, desde luego los resultados electorales, muestran una clara división en la opinión pública respecto de los dirigencias y proyectos del gobierno y los partidos.
Y es en este nivel poblado por los ciudadanos comunes y corrientes -la familia, las amistades, los centros de trabajo- donde también se reflejan con intensidad los intercambios de opiniones encontradas y llenas de pasión, aunque no necesariamente de información.
Con gran regularidad los argumentos de los críticos del gobierno se centran en personas y situaciones del momento -que tal secretario de Estado, gobernador o legislador no es más que un oportuno cambio de chaqueta, que tal funcionario es corrupto o inepto o ambas cosas, etcétera- y por tanto nada ha cambiado y todo ha empeorado. Y los ejemplos puntuales de la conversación pueden o no ser verídicos pero el ambiente de irritación y descalificaciones casi no permite argumentar lo importante: que históricamente todo cambio de régimen es un proceso lleno de imperfecciones y contradicciones, que la utopía de los que antes eran oposición y hoy controlan el aparato de gobierno dejó de ser eso, una utopía y se volvió realidad imperfecta pero que finalmente está obligando a la sociedad mexicana a querer que no a ingresar en una nueva etapa en su desarrollo político, a un nuevo régimen con banderas más justas que las del pasado reciente.
Ningún proyecto de nación sobrevive intacto a su choque con la realidad. En el proceso experimenta deformaciones y en algunos casos fracasos, pero no por eso deja de tener sentido y efectos el intento. Y sí, la reforma judicial en marcha quizá no logre lo que se propone “primero los pobres” pero la historia de la estructura que va a reemplazar simplemente es indefendible éticamente. Ahora bien, los desplazados y la oposición está más que dispuesta a señalar o inventar fallas y por hora es inevitable la prolongación o agudización de la rispidez de nuestra vida política y su reflejo en la vida cotidiana.