La migración con su cauda de esperanzas y desdichas es un fenómeno milenario. Lo novedoso hoy no es su esencia sino sus dimensiones y el marco en el que se desarrolla: el propio de las fronteras nacionales y eso lo ha vuelto muy difícil de regular y lo ha cargado de tragedias como la que ocurrió en Ciudad Juárez el pasado 27 de marzo.
Se calcula que las primeras migraciones en nuestro continente se iniciaron hace 35 mil años o más y cuando nuevos migrantes se toparon con los ya establecidos el fenómeno se tornó violento. Por siglos las corrientes humanas que venían del norte afectaron a las poblaciones ya asentadas. Los mexicas son un ejemplo de los que llegaron del norte y que terminaron por imponerse sobre los ya establecidos en el Valle de México. A partir de la conquista europea, y pese a la dramática disminución que provocó en la población nativa, España no generó una migración europea de importancia pues Madrid no quería perder población en su península cuando estaba inmersa en una feroz lucha con otras potencias. En contraste, tras la independencia y las pérdidas territoriales sufridas por México, sus gobiernos sí se propusieron atraer gente del otro lado del Atlántico como lo hacían Estados Unidos o Argentina y poblar el norte como defensa frente al expansionismo norteamericano. Sin embargo, el tipo de migración anhelada —masiva y europea— no se consiguió y en 1910 sólo había registrados 117, 108 extranjeros en un país de 15.1 millones de habitantes. La Revolución Mexicana sufrió un cúmulo de presiones y amenazas de las grandes potencias y como reacción desarrolló un fuerte nacionalismo que a veces rayó en xenofobia y ya no buscó la migración masiva. Fue justo entonces cuando empezó una corriente de población en sentido inverso: la de mexicanos buscando en el país del norte oportunidades que no encontraban en el propio. Según cálculos disponibles más de 12 millones de mexicanos hoy residen en Estados Unidos.
En la segunda mitad del siglo pasado, el país se acostumbró a la salida masiva de parte de sus habitantes rumbo a Estados Unidos y en la actualidad esos mexicanos que se fueron, envían a los que se quedaron más de 58 mil millones de dólares anuales. Pero apareció el doble filo de las corrientes migratorias y hoy nuestro país es la ruta preferida por miles de migrantes latinoamericanos que, sin documentos, buscan forzar su entrada a unos Estados Unidos que no desea recibirlos y se cierra ante lo que ve como una invasión de masas del sur pobre. Ante la magnitud del fenómeno, Washington al blindar su frontera favorece que sea en México donde se acumule la desesperación de los rechazados. Sólo el año pasado, los guardianes norteamericanos detuvieron en su frontera con México a 2,76 millones de migrantes sin documentos y las mexicanas a 444 mil. Pero México no tiene recursos materiales, instituciones ni personal capaz de enfrentar con éxito tamaño problema y, a la vez, respetar la dignidad y proveer con los satisfactores mínimos necesarios a los abandonados a su suerte en las ciudades fronterizas mexicanas.
El incendio provocado en la estación migratoria de Ciudad Juárez ese fatídico 27 de marzo y que resultó en la muerte de cuarenta migrantes latinoamericanos hacinados y encerrados por nuestras autoridades migratorias demanda deslindar no sólo responsabilidades puntuales sino replantear toda nuestra política migratoria. El padre Alejandro Solalinde, un crítico de la actual política sobre el tema, y el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) ya discuten la conveniencia de desaparecer por irrecuperable al Instituto Nacional de Migración creado por Salinas en 1993 y sustituirlo por una Coordinación Nacional de Asuntos Migratorios, con personal y enfoque diferentes al actual. Sin embargo, es en el polo de atracción de la migración estancada en México, los Estados Unidos, donde urge elaborar una respuesta a la altura del reto que representa el tsunami migratorio y que no sea simplemente volcar el problema en un México que simplemente no tiene posibilidad de resolverlo.
No debemos esperar del padre Solalinde un milagro, pero sí que como conocedor a fondo del problema y teniendo en cuenta su genuino interés en la suerte de los más vulnerables, los migrantes, proponga a AMLO un nuevo enfoque y que, desde ya, se elabore una respuesta mexicana a la vez realista y humanista a un problema donde el destino inmediato de miles de personas está en juego, aunque claro, el “factor norteamericano” sea el determinante.