En memoria de Gustavo Verduzco,
gran académico y estupendo mejor amigo.

Alguien formuló una pregunta retórica: “Pero ¿es apropiado que un presidente encabece una marcha en apoyo a sí mismo?”  La pregunta implicaba que el evento era un absurdo, una demagogia callejera y por “acarreo” y, finalmente, innecesaria.

Históricamente, la toma de la calle y la movilización ciudadana ha sido una política de la izquierda que protesta: maestros, ferrocarrileros, electricistas, estudiantes, la CNTE o las muchas encabezadas por AMLO o los suyos demandando respeto a las reglas de la democracia electoral, como las que arrancaron desde Tabasco pasando por la del desafuero, la toma del Paseo de la Reforma y otras. La derecha también ha marchado por las calles para protestar como ocurrió con la movilización en Monterrey de 1962 contra el libro de texto gratuito, la “Marcha Blanca” de 2004 en demanda de seguridad en una Ciudad de México gobernada entonces por AMLO, o la más reciente: la del 13 de noviembre “en defensa del INE.”
Ni duda cabe que en lo inmediato la marcha del 27 de noviembre (27N) le sirvió a AMLO para reafirmar su posición en la Ciudad de México y como líder nacional popular, carismático y dueño de la iniciativa política en una coyuntura donde ya se perfila la sucesión presidencial de 2024. Sin embargo, el 27N es más que eso, más que una coyuntura: es una manifestación muy visible de la fuerza política acumulada por la izquierda y dirigida por AMLO.

La marcha del domingo 27N le reafirmó a la izquierda la importancia de mostrar de tarde en tarde y fuera del calendario electoral su capacidad de convocatoria y de movilización para demostrar a propios y a extraños que el juego político no es algo donde sólo participan los profesionales y que el carácter de ciudadano implica, entre otros deberes, hacerse presente en momentos clave para empujar los procesos de cambio.

La derecha tiene de su lado los recursos materiales: el dinero, las instituciones que manejan las grandes concentraciones de capital, los medios de comunicación, una buena parte del mundo académico e intelectual que elabora las justificaciones, la legitimidad, de la distribución desigual de los bienes y servicios a nivel nacional e internacional. En contraste, la izquierda puede apoyarse en los números, en las mayorías ciudadanas, siempre y cuando logre romper el cerco de hierro construido a lo largo del tiempo por la inercia, las “fuerzas del orden” y los medios e instituciones culturales que legitiman el predominio de los pocos sobre las mayorías.

En el pasado, esa hegemonía cultural analizada por Antonio Gramsci, y que permitió a la minoría dominante y privilegiada imponer su visión del mundo sobre la mayoría dominada, funcionó más o menos bien en México. Sin embargo, la toma del poder gubernamental por el lopezobradorismo rompió ese cerco ideológico y por el boquete se escaparon muchos de los marchistas del 27N y sus simpatizantes. Se trató del inicio de una correlación de fuerzas que apenas está en formación pero que ya controla parte del gobierno y que, desde ahí busca avanzar en la modificación de la verdadera estructura de poder, es decir, del régimen que ha moldeado al México a partir de 1940, tras concluir el cardenismo y el ciclo de la gran transformación generado por la Revolución Mexicana.

El cardenismo de ayer como el lopezobradorismo de hoy, primero se hizo de las riendas del gobierno, desde ahí movilizó a una buena parte de la sociedad campesina de un México predominantemente rural y modificó el futuro de la nación, aunque debido a su brevedad no pudo desarrollar todo su potencial transformador. Hoy quizá el lopezobradorismo pueda disponer de más tiempo y más espacio de los que tuvo Cárdenas en los 1930. En este contexto movilizaciones masivas como la del 27N no son una mera y simple respuesta a una movilización de la derecha en favor del INE o un capricho de AMLO, sino parte de una marcha larga y ambiciosa que busca no sólo dar apoyo a un presidente, sino a un proyecto que lo trascienda para alcanzar un auténtico cambio pacífico de régimen.



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