El proyecto político que encabeza el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO), la Cuarta Transformación (4T), es muy ambicioso: transformar aspectos centrales del régimen político que a lo largo de un siglo configuró y usufructuó uno de los grupos que puso fin al régimen porfirista.
La 4T busca emplear a las instituciones gubernamentales para modificar ciertas prácticas y estructuras, especialmente las generadas por el neoliberalismo, de lo que ya considera que es el actual “antiguo régimen” hoy encabezado por la dupla PRI-PAN. El lopezobradorismo es una amalgama de corrientes de izquierda teóricamente amorfa pero moralmente clara que no se guía por visiones teóricas que pretenden abarcar y explicar la totalidad del fenómeno social sino que confía en su conocimiento empírico, a ras del suelo, de la sociedad mexicana y de su historia para diseñar una combinación de políticas que por un lado sean realistas y por el otro permitan movilizar los recursos materiales disponibles —que no son muchos ya que el fisco mexicano recauda por debajo del promedio— para que, sin afectar radicalmente los intereses creados, pueda mejorar aquí y ahora las condiciones de vida de los sectores mayoritarios y modificar la cultura política para que abandonen su visión tradicional de súbditos y asuman su condición de ciudadanos en un sistema democrático.
En abstracto, el proyecto no es difícil de entender, pero sí complicado de poner en práctica porque las partes conservadoras de la sociedad mexicana se resisten a ese cambio y no aceptan que, a la larga, la 4T es una vía para no llevar al extremo las contradicciones de clase de una sociedad tan clasista como la nuestra.
Es claro que un proyecto de reforma social pacífica no se puede concluir en un sexenio y justamente ahora está entrando en esa etapa donde se decidirán la temporalidad y el obligado relevo del liderazgo del proyecto. Si no se resuelven satisfactoriamente ambos temas la 4 T puede correr la suerte del cardenismo: quedarse a mitad del camino y sin los medios para para defenderse de quienes buscarán en 2024 la oportunidad de inutilizarle y destruirle.
Sin embargo, y por lo que muestran encuestas como la de EL UNIVERSAL (22/05/23), si bien las fuerzas anti 4T disponen de recursos materiales y humanos formidables carecen de otros que pueden ser igual o más decisivos: proyecto, candidatos y apoyo ciudadano masivo.
El proyecto de Morena ya está explícito en su lema “primero los pobres” y desarrollado lo mismo en los libros de AMLO, en sus discursos y, sobre todo, en los cientos de sus “conferencias mañaneras”. En contraste, los dos partidos de oposición más antiguos, PRI y PAN y cuya experiencia política sumada asciende a 178 años, aún no logran hacer explícita y atractiva su alternativa implícita: no cambiar. La encuesta citada pone como posibles líderes opositores a Beatriz Paredes (PRI) y a Lilly Téllez (PAN). La primera con mucha experiencia, pero en el lado obscuro del antiguo régimen y la otra, de plano, llena de frivolidad y sin experiencia de gobierno. En ambos casos, el carisma simplemente está ausente y en la encuesta apenas el 18% de los participantes dijo tener una buena opinión de Paredes y sólo el 14% de Téllez. Por otro lado, lo que la personalidad y la biografía no dan tampoco lo puede prestar el partido: del PRI sólo el 27% de los encuestados tienen una imagen entre buena y muy buena y del PAN el 32%.
Desde la otra orilla del río de las opiniones, 69% de encuestados dijo tener una imagen positiva del Morena y 67% de su creador y líder: AMLO. Claudia Sheinbaum y Marcelo Ebrard —los dos personajes que se disputan la candidatura dentro de Morena y que dicen apoyar la continuidad de la 4T— más que doblan la aceptación ciudadana de sus posibles competidores del PRI o el PAN.
México aún tiene por delante un intenso año político dentro y entre los partidos. El resultado de la encuesta dista de estar escritos en piedra, pero ya permiten vislumbran los contornos y posibles movimientos de los contendientes en la batalla final del 2024.