“América [Estados Unidos] no era democrática hasta que la América negra la convirtió en una”. Esta afirmación desafía una idea dominante en el país del norte que: desde su origen Estados Unidos fue ejemplo para el resto del mundo.
En agosto de 2019 se cumplen 400 años del arribo a Estados Unidos del primer grupo —entre 20 y 30— de esclavos africanos. Con el paso del tiempo esa migración forzada la hicieron millares de africanos y en vísperas de la abolición de su esclavitud (1865), 4 millones de personas no eran libres. Hoy, el 12.4% de los estadounidenses son afroamericanos. Por eso es obligado reflexionar sobre la profundidad del hecho y la continuidad de sus consecuencias. Y eso es justamente lo que hace de manera espléndida Nikole Hannah-Jones, redactora del New York Times (14/08/19), y de donde procede la cita que inicia esta columna. Se trata, entre otras cosas, de un ejemplo de cómo la historia nunca queda escrita de manera definitiva, sino que cada época —y dentro de esa época cada grupo social— obliga a la reinterpretación del pasado en función de las inquietudes del presente.
De entrada, la autora sostiene que: “Los ideales fundadores de nuestra democracia [norteamericana] eran falsos cuando se escribieron. Tuvieron que ser los afroamericanos los que lucharan para hacerlos realidad”. Esta afirmación parte de lo evidente, pues la declaración de derechos de Virginia (Bill of rights) de 1776 y que luego se añadió a la constitución norteamericana, proclama: “Por naturaleza, todos los hombres son igualmente libres e independientes y poseedores de ciertos derechos inalienables de los que no pueden ser privados al entrar en sociedad. Estos derechos son el disfrute de la vida y la libertad, la adquisición y posesión de bienes y la búsqueda de la felicidad y la seguridad”. Lo anterior permite a Hannah-Jones afirmar que la esclavitud hizo que “Estados Unidos [fuese] una nación fundada en un ideal y en una mentira” y que fuesen los afroamericanos quienes realmente obligaron a ese país a confrontar su mentira y tratar de hacerla realidad.
Para la autora, la dura lucha centenaria afroamericana ha sido una de las fuerzas que ha obligado a su país, y muy a su pesar, a tener que cumplir con lo asentado en una constitución formalmente democrática pero redactada por esclavistas.
Es evidente que el trabajo esclavo construyó no sólo la Casa Blanca sino buena parte de la infraestructura y riqueza norteamericana inicial, pero también debe quedar claro que la dura lucha posterior de la población negra norteamericana por su libertad, la igualdad de derechos y oportunidades facilitó otras luchas similares como las de las mujeres u otras minorías raciales y culturales. La autora lleva lejos su propuesta y asegura que sin la determinación de los afroamericanos por hacer realidad lo asentado en la constitución, la democracia norteamericana habría perdido vitalidad y hasta habría dejado de ser democracia.
El “habría” es imposible de probar, pero imposible de desmentir. En apoyo de su argumento, la autora echa mano de otros: los “padres fundadores” se lanzaron a la independencia no tanto por amor a la “libertad” sino por separarse de una Inglaterra donde las fuerzas antiesclavistas iban ganando terreno. A partir de su guerra civil, y pese a la discriminación, el ejército norteamericano se ha nutrido de afroamericanos (12.6% de sus efectivos en Vietnam lo fueron). Y desde luego está el esfuerzo de los exesclavos que, como legisladores tras la guerra civil, impulsaron el Acta de Derechos Civiles en beneficio de todos los norteamericanos.
A la breve primavera de la etapa de la Reconstrucción del sur norteamericano, siguió otra muy prolongada de violencia y discriminación extrema contra los descendientes de los esclavos y que hizo de Estados Unidos una sociedad de castas. Sin embargo, ya que “nadie aprecia más la libertad que aquellos que nunca la han tenido”, la lucha afroamericana por los derechos civiles se profundizó hasta triunfar no sólo en beneficio propio sino de toda la sociedad.
Y justamente porque los descendientes de los esclavos hoy no saben de qué país fueron secuestrados sus ancestros, y porque ese no es el caso del resto de los norteamericanos, la autora concluye que ellos, los afroamericanos “son los más norteamericanos de todos”. Quizá la minoría indígena norteamericana podría objetar la afirmación, pero nadie más.
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