La presidencia abrió un debate sobre la naturaleza política de las universidades. El origen de la universidad moderna está en la Europa medieval. Nació como desprendimiento de estudiantes y profesores de las escuelas de catedrales y monasterios. Por una paga, maestros de toda Europa impartían sus conocimientos en la lingua franca (latín) a los alumnos que pudieran pagarles. Estos arreglos evolucionaron hasta dar forma a corporaciones, a universidades: Boloña (s. XI), Paris y Oxford (s. XII) o Salamanca (s. XIII). Estas se tomaron su tiempo para dejar de centrarse en teología, derecho y medicina y abrirse a la ciencia propiamente dicha y adoptar el idioma de cada lugar. Tal conversión se inició en Alemania (en Halle, Sajonia) al final del s. XVIII y se generalizó.
Desde el inicio, la libertad de cátedra y el autogobierno fueron principios básicos en las corporaciones y apenas limitados por la prohibición de difundir herejías. Pronto la Iglesia y la corona hicieron sentir su presencia en las nuevas instituciones que inevitablemente tomaron partido en la gran lucha entre católicos y protestantes. Con el paso del tiempo, esas instituciones más o menos se desprendieron de dogmas religiosos, aunque no necesariamente de los políticos.
Hoy la universidad es parte central de la modernidad, pero requiere de recursos más allá de los que puedan aportarle sus estudiantes o fuentes propias. Y es ahí, en el financiamiento, donde suele haber problemas entre la libertad para generar conocimiento y las fuentes de recursos.
La dependencia de las universidades de financiamiento público y privado puede ser una espada de Damocles. La docencia y sobre todo la investigación simplemente no pueden desarrollarse a plenitud sin libertad, pero tampoco sin dinero.
Veamos el caso de la Universidad más rica del país más rico: Harvard. En 2020 tenía 19 mil estudiantes (su colegiatura de cuatro años: 200 mil dólares), 2,400 profesores más un personal académico 10, 400 en sus hospitales. Su “gasto operativo” es de 5 mil millones de dls. Un tercio de esa suma se cubre con los réditos de un endowment de 53.2 mil millones de dólares cuya fuente son 14 mil donaciones de individuos acaudalados. Recibe, además, ingresos por inversiones directas, apoyos del gobierno y contratos con empresas. En tales condiciones la libertad académica tiene una autolimitación natural: evitar la crítica sistemática y de fondo al sistema que la sostiene.
El grueso de las universidades en el resto del mundo tiene relaciones de dependencia económica y política más evidentes que Harvard. En México las grandes universidades serían inviables sin apoyo externo sustantivo. Las privadas, además de las colegiaturas altas que las liga a una clase social minoritaria, mantienen relación con grupos económicos fuertes.
Las públicas, por definición, dependen casi por entero de los recursos que les otorgan los gobiernos y deben negociarlos permanentemente, negociación que siempre puede condicionarse.
En coyunturas difíciles, la universidad pública puede acudir al apoyo de la opinión pública y a la movilización de la propia comunidad. Pero el éxito de esa estrategia en mucho depende de la imagen pública que haya logrado construirse la universidad. Una imagen como espacio libre no sólo para su cátedra sino de corrupción y con una efectiva vocación por la excelencia y la utilidad social de sus tareas en un entorno siempre urgido de propuestas imaginativas, viables y legítimas para modificar positivamente las formas de vida de una parte sustantiva de sus miembros. Labrar y dar contenido a esa imagen pública es la mejor defensa de la libertad universitaria y de justificar su demanda por recursos siempre escasos en una sociedad como la nuestra.