“Se va a caer el caso Odebrecht” declaró un abogado de Emilio Lozoya, exdirector de Pemex y acusado de corrupción en grande (Aristegui Noticias, 27/09/23). De cumplirse esa predicción, lo que en realidad se caería y en un abismo aún más profundo del que ya está, es la legitimidad del poder judicial mexicano. Y es que en México el término “Estado de derecho” hace tiempo que resuena muy mal en la conciencia colectiva.

En los dos siglos que ha vivido como entidad independiente, México pudo adquirir las características propias de un Estado-nación, como son generar y nutrir la idea misma de nación y patriotismo, unificar material, cultural y políticamente al país y dotarle de la soberanía posible. Pero ha fallado rotundamente en generar y hacer efectivo un “Estado de derecho”. Y si el “caso Lozoya” efectivamente se viene abajo para convertirse en otro eslabón de una cadena histórica de impunidades, el desaliento colectivo se acrecentará, pero también la exigencia de una reforma a fondo del poder judicial.

No es necesario ahondar ya en la naturaleza del “caso Lozoya” por ser ampliamente conocido. El exdirector de Pemex en el gobierno de Peña Nieto está acusado, encarcelado y sujeto a proceso por haber operado con recursos de procedencia ilícita, por cohecho y por asociación delictuosa, todo ello ampliamente expuesto en los medios nacionales y extranjeros. Sin embargo, ya un tribunal desechó las pruebas —movimientos bancarios— aportadas por instituciones de Brasil y Suiza y por la propia empresa internacional —Odebrecht—, que a cambio de un trato preferencial por parte de Pemex, lo sobornaron con 10.5 millones de dólares.

En estos días los jueces encargados del “caso Lozoya” han desechado ya decenas de las pruebas obtenidas en instituciones extranjeras por la Fiscalía General de la República que, dicho sea de paso, se ha tardado eternidades en cumplir con su papel de obtener y presentar las pruebas que sostienen su petición de 45 años de cárcel para el imputado. Sin embargo, la puntillosa justicia mexicana ya puso en duda esas pruebas y no por falsas o irrelevantes, sino por meras razones de procedimiento pues, según los jueces, los documentos que son la base de la acusación se incorporaron al juicio “sin colmar los requisitos que nuestro derecho interno exige”.

Con ese argumento y dados los numerosos antecedentes del nada recto proceder del poder judicial en casos similares, quien desde hace mucho han colmado la capacidad de un sinnúmero de ciudadanos para tolerar sus sentencias es el aparato judicial experto en usar las formalidades sin contenido para una y otra vez derrotar a la justicia sustantiva. La conducta insatisfactoria del aparato de justicia en su conjunto puede llegar a convertirse en fuerza política por la histórica “sed de justicia” de nuestra sociedad, víctima secular de jueces notoriamente inclinados en favor de los individuos o instituciones que disponen de recursos económicos y políticos para mantener a raya al Estado de derecho.

En 2018 y como resultado de elecciones realmente competidas, con opciones significativas y resultados confiables, la que fuera una oposición de izquierda históricamente bloqueada en su empeño por acceder al poder pudo finalmente no sólo ganar la presidencia, sino tener la mayoría en el congreso. Con esos instrumentos de gobierno, el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) se propuso iniciar un cambio de régimen, es decir, modificar la estructura real de poder generada y sostenida por más de un siglo por los herederos de la Revolución de 1910 y que devino en un régimen oligárquico y autoritario.

Modificar la naturaleza de un sistema no democrático sin emplear la violencia, respetando el marco constitucional preexistente y empleando sólo los instrumentos de una estructura de gobierno construida por y para el régimen que se quiere modificar, es tarea complicada y lenta. Y en el caso mexicano uno de los factores que explican esa complicación y lentitud reside en el hecho que uno de los tres poderes que conforman la estructura de gobierno, el Judicial se mantiene como herencia completa del pasado por no estar sujeto al juego electoral. Mientras la composición del Ejecutivo y el Legislativo responden al cambio democrático, el Judicial se mantiene como un enclave donde pervive y actúa el antiguo régimen.

Desde ese enclave dominado por lo antiguo se ha buscado desvirtuar o de plano evitar el cambio político, esperando que las fuerzas conservadoras que operan el entorno externo al gobierno —actores económicos y culturales muy fuertes y activos— puedan recuperar el control del aparato gubernamental para volver a ponerlo en sintonía con lo esencial del viejo régimen. De la elección de 2024 dependerá que el poder judicial de ayer y que persiste hasta hoy gane o pierda la partida.

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