La medida para saber hasta qué punto existe y para qué un Estado, da la forma en que genera su esencia —el poder político— el contenido de esta y cómo y con qué propósitos —en beneficio de quién— se ejerce.

Por su situación geopolítica —determinada por una larga frontera con lo que hoy por hoy es la mayor potencia mundial— y por su relativa debilidad en recursos tradicionales de poder, el Estado mexicano es un ente no particularmente fuerte. No dispone de una fuerza militar capaz de enfrentar con éxito a los actores que dominan la escena internacional, tampoco está cimentado en una economía robusta e impulsada por sectores tecnológicamente avanzados y muy dinámicos, ni está apuntalado por instituciones públicas sólidas, eficaces, manejadas por cuadros administrativos bien preparados e impermeables a los envites de la corrupción .

En vista de su debilidad relativa —debilidad histórica que se acentúo en el último medio siglo— el poder de un Estado mexicano que busca reconstituirse —eso es lo que pretende el gobierno actual con su empeño en lograr un cambio de régimen— debe tener como escenario privilegiado el ámbito interno. Es hacia adentro donde un Estado reformado puede desplegar con mayor efectividad y beneficio su autoridad. Y es que el “factor norteamericano”, la vecindad y la dependencia de nuestra economía respecto de la norteamericana, es una condición inmodificable en el futuro previsible.

La asimetría de nuestro “poder duro” en relación con el que se despliega al norte de México es enorme. Nuestro sur cercano se mantiene como otra zona de influencia de Washington. El resto del mundo —Asia, Europa o África—, están, para nosotros, muy lejanos; ahí Estados Unidos en competencia con otras grandes potencias, llenan los espacios políticos.

El teatro en el que realmente se puede desplegar el poder del Estado mexicano es el interno. Y es ahí y ahora, en esta etapa de agotamiento de un modelo político y de la construcción de su reemplazo, donde se abren muchas posibilidades.

La reforma de las instituciones —tarea harto difícil— debe dar prioridad a la profesionalización y, sobre todo, a la moralización de las entidades públicas. La lucha contra la corrupción no sólo tiene sentido ético sino también práctico: aumentar la eficacia de la acción estatal. Desde la construcción y mantenimiento de infraestructura hasta la seguridad pública, la impartición de justicia o el cobro de impuestos, han fallado en México en proporción directa a su corrupción.

A estas alturas ya quedó claro que el “Estado mínimo” de la teoría neoliberal tiene fallas fundamentales. En esta época de pandemia es obvio que en materia de salud ningún sistema basado en la iniciativa privada puede sustituir a una cobertura pública universal y menos cuando la pobreza afecta a la mitad de los 127 millones de mexicanos. Desde luego, lo mismo puede decirse de otros temas como el manejo del agua o la generación de empleo; garantizar un ingreso universal mínimo es imprescindible en una sociedad tan desigual como la nuestra.

Hoy México debe ser realistamente ambicioso y dar forma a un Estado fuerte en lo interno, uno que dé protección efectiva, cotidiana, a su población, a toda, pero poniendo el acento en la que ha sido más castigada por la lógica del mercado. Generando y ejerciendo este tipo de poder en el ámbito interno, se puede lograr otro, el blando (soft power), para emplearlo en el exterior como un escudo frente a las presiones que inevitablemente seguirán llegando de las grandes potencias, especialmente la del norte.

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