Si tomamos al congreso federal como indicador de la naturaleza del discurso político en México y lo examinamos a partir de la segunda mitad del siglo pasado al presente, se podría llegar a varias conclusiones: que es un reflejo distorsionado de la realidad y que no tiene caso prestarle mucha atención o, por el contrario, que es un indicador de avances, pero con problemas.
A mediados del siglo pasado el sistema político mexicano era de los más predecibles del mundo con su centro en una presidencia con amplios poderes constitucionales y, sobre todo, metaconstitucionales, un partido prácticamente único y donde el Poder Legislativo estaba sometido a la voluntad presidencial y nada tenía que ver con la autonomía legislativa. El legislativo era un poder sin poder y su discurso, por irrelevante, pasaba desapercibido. Hoy la situación ha cambiado: México tiene un sistema multipartidista real, las elecciones sí tienen contenido y el Congreso refleja, aunque de manera distorsionada, una discusión política con contenido.
En estas condiciones y para poder llevar adelante su proyecto de transformación del régimen, la Presidencia debe sostener un diálogo constante, ininterrumpido tanto con sus bases de apoyo como con la oposición. Si bien, en principio, los senadores y diputados son o pudieran ser participantes importantes en ese diálogo, es imperativo que eleven la calidad de su desempeño.
El choque entre el presidente López Obrador y los suyos con los poderosos intereses económicos, políticos y culturales creados a lo largo de los últimos ocho sexenios es formidable y al final ha llevado a que una parte de la sociedad que antes permanecía al margen de la política hoy sea un actor central del proceso. Es a ella a la que se dirigen los discursos contrapuestos de los legisladores, pero en ocasiones de formas tan groseras y grotescas que terminan por anular su efectividad.
La semana pasada, en medio de una acalorada discusión en el senado para decidir sobre un tema muy relevante —la aprobación, modificación o rechazo a la propuesta presidencial de prolongar hasta 2028 las tareas de las fuerzas armadas en relación a la seguridad interna— el choque entre defensores y detractores de la propuesta llevó a una senadora del PAN a calificar al general secretario de Sedena de “chairo” por su manera de hablar y a los legisladores de Morena de “perros [que] por huesos y croquetas, van a votar como hienas, a la espera de las sobras apestosas que les avienta el presidente, que pudre todo lo que toca.” Desde la bancada de Morena se acusó a esa panista de tratar de “bajarle el marido” a otra persona.
Incidentes como el anterior llevan a reflexionar sobre la alternativa: sobre quién optó por usar al foro del Senado como foro para, también desde la oposición y también relacionados con el papel del Ejército, en momentos en que se intentaba cambiar el régimen político mexicano, pronunciar discursos de una calidad muy distinta. Se trata de dos piezas discursivas que prueban que en el Senado la toma de posiciones puede alcanzar, literalmente, la grandeza. Los discursos pronunciados por Belisario Domínguez el 29 de septiembre de 1913 y que le costaron la vida. Ahí en dos discursos construidos con inteligencia, pasión y dignidad y valor, sin asomo de vulgaridad, don Belisario expuso las razones por las cuales el Legislativo estaba obligado a exigir la renuncia de Huerta, (Nueva oración por la dignidad del hombre, Conaculta, 2009).
La democracia requiere de la oposición como uno de los contrapesos indispensables para el ejercicio legítimo del poder. Sin embargo, hacerlo como lo hizo la oposición el 4 de octubre pasado en el Senado es un ejemplo de cómo se puede desperdiciar una oportunidad de dejar constancia de la calidad y sentido de la responsabilidad de los opositores.